La rosa desnuda





Por Igor Yglesias-Palomar


Hola a todos.

Hace ya bastante que no creo ninguna entrada en este blog y, puestos a ello, quiero hacerlo con algo que escribí hace mucho tiempo y que viene bastante al pelo en este momento de mi vida. Es un relato, de una cierta extensión, pero he querido ponerlo íntegro, ya que, en caso de dividirlo, como las entradas se colocan según su publicación, la gente que entre con ello ya colgado, tendría que retroceder para poder leerlo en su orden correcto. Por tanto, os aviso, queridos lectores, que su lectura completa requiere de un rato más o menos largo, así que tomáoslo con calma. Advertidos quedáis.



En contra de lo que pueda parecer, dada mi trayectoria, este relato es muy anterior a cualquier relación que haya tenido con Japón, aunque se ve que ya sentía una cierta fascinación por él cuando era joven. De hecho, tenía la edad de su protagonista, Yoshiro, cuando lo escribí (Takeda en su formato original, para quienes ya lo hayan leído previamente. He cambiado el nombre porque entonces yo no sabía que Takeda era un apellido, lo que entraba en conflicto con el que le viene dado por su padre). Por tanto hablamos de algo escrito hace casi 20 años, y sujeto, en fin, a las virtudes y defectos provocados por esa edad (más de los segundos que de las primeras). En su momento usé Japón como mero escenario para una historia que hoy, tanto o más como ayer, era de sumo sentido en mi vida. Para los puristas, aclararé que no ha habido tales guerras con China (hasta la invasión de Manchuria en la II guerra mundial), sino con Corea, país que sufrió una invasión -frustrada finalmente-, por Hideyoshi, anterior a la unificación de Japón con Tokugawa Ieyasu. Así mismo, en su lectura veo muchas contradicciones con el carácter que ahora sé de los japoneses, pero amén de unas pequeñas pinceladas, en su enorme mayoría el texto está tal como fue escrito en mi juventud. Me gustaría pensar que ciertos sentimientos son universales, independientemente de la época o lugar, pese a que mi razón me dice que sí, pero muy matizadamente. En fin, espero que lo disfrutéis si es que alguno llegáis a leéroslo entero.

Os deseo a todos unas felices fiestas, incluso a quienes están tan sólo en mi recuerdo y no puedo contar con su presencia.

Un saludo,

Igor Yglesias-Palomar





 

La Rosa Desnuda



Ésta es la historia de un joven príncipe japonés de la región de Chugoku, llamado Yoshiro. Su padre, Hagamasha, era el daimío[1], y tenía enormes responsabilidades, ya que representaba el máximo poder en su tierra. Ya era casi anciano, dominaba una enorme extensión en su próspero feudo, y pronto habría de abdicar en favor de su heredero. Sin embargo, Hagamasha, pese a ser un hombre justo, en su fuero interno, cobijaba un gran dolor, pues sabía que había malcriado a su hijo. Sus esfuerzos por proteger a su única descendencia masculina, le habían llevado a evitar todo contacto de Yoshiro con el mundo exterior, y, como consecuencia de ello, el sobreprotegido muchacho no sabía nada de la vida.

Por lo demás, el joven había cumplido ya las veinte primaveras, y era un muchacho fuerte y apuesto. Había sido educado en las nobles artes de la espada y del arco, así como en la caligrafía y en la poesía, teniendo éxitos por igual en todas esas disciplinas. Sin embargo, el exceso de atención que su corte le profería le habían convertido en alguien despótico y malcriado en ocasiones -aunque generoso de corazón- algo débil de carácter y le habían forzado a buscar en demasía la soledad. Su carácter era, por tanto,  reservado y taciturno, además de, quizás, excesivamente soñador.

Como joven príncipe, sumado a su apostura, tenía a su disposición a las muchachas de sangre azul más hermosas del shogunato[2], quienes viajaban constantemente a su palacio ofrecidas en interés por sus padres en matrimonio. A Yoshiro, esas mujeres le agradaban, pero no se decidía por ninguna, ya que él amaba en secreto a otra persona. Sí, Yoshiro estaba enamorado... aunque, como sucede en muchas ocasiones, lo estaba de la persona equivocada. Su hermana, Naoko, poseía, entre sus muchas damas de compañía, a dos sirvientas chinas, apresadas en la guerra contra el país del dragón. Ambas eran jóvenes y hermosas, aunque poseían caracteres muy distintos. Una, la más preciosa, era Tsiong, cuya belleza indescriptible apenas conseguía aportar un pequeño rayo de luz a la oscuridad de su corazón. Era de ella, cómo no, de quien se había enamorado nuestro joven, prendado de su hermosura como un insecto ante la letal belleza de la arquitectura de la tela de una araña. Sí, su corazón se encontraba irremisiblemente perdido ante el brillo de sus ojos y la grana de sus labios, ante la negrura de su pelo como ala de cuervo, ante la blancura de una piel casi de porcelana.

La segunda criada, llamada Xiao, también era hermosa, aunque carecía de la espectacularidad de la otra. Y sin embargo, compensaba su menor gracia física con una inconmensurable belleza interna. Por ceder una vez más a las exquisitas ironías que se producen en la trágica obra de teatro que es la vida, Xiao amaba locamente y en silencio a Yoshiro.

Tanto las emociones del príncipe por una de las esclavas, como las de la otra sirvienta por su señor, debían permanecer en silencio, pues no era permitido en el imperio el amor entre personas de distinta clase, menos aún entre personas de distintas raza, especialmente una considerada inferior, como la china lo era a ojos de la japonesa.

Xiao era dolorosamente consciente de que Yoshiro moría por su amor hacia la fría Tsiong, pero no podía hacer nada al respecto. De hecho, en mil ocasiones hubiera deseado odiarle, aborrecerle... mas no podía. Su karma en esa vida era amar con la desesperación de quien sabe que ni existe a los ojos del ser al que se dedica cada inspiración, cada latido. Sin embargo, no sólo ella sufría, pues Yoshiro se sentía profundamente herido por lo que el destino le deparaba. Aquélla a quien deseaba colmar de amor y de besos le rechazaba, la ley, por si fuera poco, era inflexible en ese aspecto, y su edad le obligaba a escoger a una elegida para desposarse en el menor tiempo posible.

Cualquier otro hombre en su posición, no hubiera encontrado problema en todo aquello. Hubiera gozado de sus derechos como hombre y como señor, hubiera tomado a la esclava tantas veces como hubiera deseado y hubiera seguido haciéndolo a pesar de casarse con quien la política hubiera dictado que habría de hacerlo. Sin embargo, el heredero poseía un carácter bien distinto, quizás demasiado moldeado por las historias de amor trágico que tanto había disfrutado leyendo. Yoshiro hubiera deseado unirse a Tsiong y dejar que el frío metal les besara y les uniera en el gran vacío. Pero su débil carácter, le hacía en silencio temer lo que ningún samurái temía: la muerte, y en especial la muerte honorable, trágica y heroica.

Naoko, día tras día, apenada, veía sufrir a Yoshiro en silencio, y entristecida por la grave aflicción de su corazón, decidió desafiar las leyes del Mikado[3] y ayudar a su hermano mayor; pues las mujeres japonesas, por el comportamiento excesivamente severo de sus maridos, han desarrollado un instinto especial para apreciar y fomentar el verdadero amor.

Así pues, una hermosa noche de primavera, mandó llamar a su criada, y le ordenó que fuera al puente del lago del jardín de palacio y esperara allí, y tras hablar con el joven, consiguió animarle a que declarara sus sentimientos, a lo que encontró no poca resistencia. La ternura y la paciencia a menudo son armas poderosas y convincentes, y más en el corazón que las ansía. Así pues, Yoshiro, asustado y excitado, acudió a la cita y encontró a la hermosa Tsiong en el lugar señalado. Ésta, cuyo corazón no estaba preparado para el amor, sí había desarrollado un profundo rencor por sus enemigos que la habían apresado, y encontró una ocasión propicia para vengarse cuando escuchó las palabras del joven enamorado que la idolatraba.

Incapaz de ablandarse o apenarse por los sentimientos que el muchacho mostraba, ella fingió aceptar de buen grado el ofrecimiento de Yoshiro. En su fría hipocresía, la mujer no sintió cómo el otro corazón se aceleraba cuando se encontraron los labios por primera vez, y si pudo sentir cómo el joven irradiaba felicidad y gozo, fue sólo para hacer más dulce su estocada.

Sin mediar palabra, ella le llevó a un sitio reservado de cualquier mirada en el interior del enorme castillo. ¡Cómo describir el pleno éxtasis en el que se encontraba el príncipe según avanzaba hacia la gloria! ¡Cómo explicar esa mezcla de excitación infinita y miedo indómito cuando se vieron solos en el pequeño cuarto! Ella, por fin, comenzó lentamente a despojar de sus vestiduras al heredero, quien cerró los ojos abrumado por las sensaciones que le asaltaban, que le dominaban. Al fin había llegado el momento tan ansiado, en el que entregaría la parte más importante de su espíritu a la persona a quien había elegido, amado, idolatrado, y quien, además, le había llevado allí por su propio pie. Aquélla quien ahora se le ofrecía en cuerpo y alma. Al fin había llegado el momento de entregar su ser, su inocencia, de desprenderse de ella, de regalarla, junto a todo lo demás, a la mujer a quien adoraba. Sin frenos, sin miedo... con todo su corazón.

Según las prendas iban poco a poco cayendo, los latidos se iban, rápidamente, acelerando. Su mente era un verdadero amasijo de sueños confirmados, gloria y felicidad extrema. Se hallaba azotado, zozobrado por la vorágine de emociones, que entrecortaban su respiración, que agitaban su cuerpo, que nublaban sus ojos y su mente, hasta llegar a un éxtasis sensorial que le arrancaba del lugar donde se encontraba, del que sus sentidos habían perdido todo contacto.

De su arrobamiento comenzó a sacarle lentamente un sonido. Poco a poco fue abriendo los ojos, y, dolorido, se dio cuenta de que se hallaba completamente desnudo. Y frente a él encontró a su amada riéndose cruelmente. Antes de que se pudiera dar cuenta, ella le escupió, y le maldijo a él y a su semilla portadora de una raza odiosa. Dijo que se mataría antes de entregarse libremente a uno de los suyos, que se abriría el vientre antes de dar a luz al hijo de un japonés. Yoshiro fue de repente consciente de todo, y se vio desnudo y sucio, y sintió vergüenza. Una terrible vergüenza junto a un dolor que le desgarraba el alma, mientras ella le hería de la manera precisa y certera que sólo las mujeres saben herir a un hombre. Él, llorando, algo impropio de un hombre de su posición y condición, se cubrió y cayó de rodillas al suelo, mientras oía las risas alejándose por el corredor.

Lo verdaderamente irónico de todo es que ella cumplió su función: Esa noche Yoshiro perdió su inocencia.

 En verdad, esa noche Yoshiro murió.







 


-II-
(el viaje)

            El feudo de Hagamasha al completo estaba alarmado. El único heredero, el príncipe Yoshiro se encontraba sumido en un hondo estado de melancolía. Nadie sabía qué o quién lo había producido, pero el apenamiento del príncipe era tan profundo, que todos temían que la enfermedad y la muerte le llegaran por la enormidad de su dolor y la poca cantidad de alimentos que ingería.


Yoshiro apenas hablaba, apenas comía, y sus ojos se vaciaban con frecuencia, rasgo que en el Bushido[4] era síntoma de una terrible debilidad. Los rumores corrían por doquier. El clan estaba en peligro si iba a ser comandado por alguien a quien ni el guerrero más bajo podía respetar. Se temía que los daimíos vecinos esperaran a que subiera al poder para invadir los dominios de los Kubawara.

Pero nada de esto importaba al joven heredero, herido mucho más profundamente de lo que ningún arma podría llegar jamás.  Nunca supo qué fue de Tsiong, pues desapareció, y, aunque su hermana lo negó en reiteradas ocasiones, imaginó que ésta habría mandado crucificarla, castigo habitual a los esclavos rebeldes. La posibilidad de que hubiera muerto le confundía, pues mezclaba los sentimientos encontrados de su amor, su rencor, y la aceptación de que hubiera desaparecido para siempre la figura en la que proyectar todas estas emociones. Yoshiro siempre pensó que Tsiong debería haber sido ejecutada en su corazón, no en la vida real.

Con él, en silencio, oculta tras la máscara de su rostro, otra persona sufría. Era Xiao, a quien las heridas del joven le dolían como si fueran propias. Además, para su tortura interna, le estaba prohibido, como esclava que era, hablar con el príncipe, y sus miradas nunca eran devueltas.

Pasaron los meses, y como la situación del joven no mejorara, Hagamasha decidió enviar a su hijo con un viejo ermitaño que vivía en las montañas de Nagano para iniciar una relación Kohai-Sempai. Esta relación existía en Japón desde tiempo inmemorial. Se basaba en la adopción  de un viejo sabio (o sempai) a un joven aprendiz (o kohai). A cambio de sus enseñanzas, el kohai servía a su sempai durante el tiempo que ambos compartiesen.

Por tanto, sin más dilación, el viejo daimío ordenó a su hijo marchar a aprender con Yamagata, maestro quien llevaba muchos años repartiendo sabiduría; incluso al propio Hagamasha cuando era joven.

Las condiciones con las que debía partir eran éstas: Yoshiro abandonaría el castillo a la primavera siguiente, cuando los cerezos estuvieran en flor (aún quedaban unos cuatro meses), no regresaría antes de pasadas cuatro estaciones y nadie podría saber que él era el hijo de un daimío. Debería para ello, dejarse crecer el pelo en esos meses para que nadie notara que pertenecía a la casta de los samuráis, viajar a pie, con ropas vulgares y apenas dinero.

Yoshiro aceptó la decisión, pues carecía de fuerza para rechazarla, así que, con infinita desgana, se dispuso mentalmente para el futuro viaje. Mientras, Naoko, a pesar del rechazo que había empezado a sentir por los chinos, decidió no sólo no ampliar el número de personas que le servían, sino no sustituir a su otra esclava. Con el tiempo, unidas por la pena que el joven causaba en ellas, comenzó a intimar con Xiao en profundidad. Un día, mientras contemplaban ambas al príncipe llorando, sentado en el mismo puente donde aquella noche besó a Tsiong, Naoko se fijó en cómo a Xiao le surgía una lágrima silenciosa. Su intuición femenina no le falló, y comprendió que su sirvienta amaba a su hermano. Así, desde entonces, se dedicó a observarla, y cuanto más lo hacía, más se confirmaban sus suposiciones.

Una noche, Naoko penetró en la estancia de Xiao, y se sorprendió al encontrarla llorando amargamente. En esa ocasión, ambas mujeres estuvieron hablando hasta el amanecer, y no como ama y sirvienta, sino como persona sufriendo y amiga dispuesta. Esa noche la esclava le confesó la gravedad de sus sentimientos, y la princesa, apenada y temerosa de arrepentirse, concedió, basándose en la excelente opinión que tenía de su dama, que Xiao dirigiera algunas palabras a su hermano, con la condición de que no fueran de amor. La joven china, agradecida, besó las manos de su benévola dueña con profusión.

A la mañana siguiente, Yoshiro se encontraba, como todos los días, sentado melancólicamente en su jardín. De repente, se sorprendió al ver que Xiao se había acercado a él. En sus manos traía una flor seca. Se la entregó y le susurró:

-Una flor seca sólo es un recuerdo de lo que una vez fue. Ten siempre presente que sólo se muere cuando se olvida.

Y acto seguido se marchó.

Yoshiro estuvo todo el día reflexionando acerca de las enigmáticas palabras que la criada le había dicho. Por la noche se acercó a los aposentos de su hermana y le solicitó que le permitiera conversar con ella. Naoko accedió con el requisito de estar presente, y así fue aceptado. Cuando estuvieron los tres juntos, Yoshiro preguntó sin más rodeos a la tímida Xiao qué le había querido decir con aquella frase. Ésta fue la respuesta:

-Yoshiro-sama: vuestro corazón sólo es un recuerdo de lo que una vez fue. Para que vuelva a recobrar la vida, como una flor, debe olvidar; porque lo que se olvida desaparece.

El joven permaneció unos segundos en silencio, reflexionando. Finalmente contestó:

-Dices eso, porque no sabes lo que siento. La flor seca es sólo un triste recuerdo, pero aunque la vuelvas a plantar, jamás volverá a florecer. Del mismo modo es inútil que me olvide, pues es quizás lo único que hace que mi corazón apenas siga vivo. Si olvidara, como tú dices, lo mataría, y, como la flor, jamás volvería a estar vivo.

- Vuestro corazón mi señor, no es la flor - se apresuró ella a responder-, sino la tierra que lo cría. Vuestros sentimientos son las flores. Cuando la tierra pierde su fuerza, hay que dejarla descansar, quitando las malas hierbas. Con el tiempo, volverá a ser rica, y de ella surgirán nuevos y hermosos sentimientos como flores. Pero si las malas hierbas no se matan, la tierra nunca recobrará su fuerza. Es por eso que debes olvidar, mi amo.

Quedó el joven príncipe muy agradado por la respuesta de la joven sierva, y fue de ésta manera, cómo el muchacho, su hermana y la esclava, comenzaron a reunirse todas las noches que quedaban antes de su viaje, en los aposentos de la princesa, lejos de los ojos y los oídos de quienes hubieran podido encontrar inapropiadas esas reuniones.

Los meses pasaron, y Yoshiro sintió, por primera vez en su vida, la calidez de una amistad. Y eso le ayudó mucho, devolvió algo de paz a su corazón, y se reconfortó sabiendo que aún no estaba tan muerto como para no poder volver a alegrarse de la compañía de una mujer, aunque fuera de la misma raza que la que tan certeramente le dañó. Paso a paso comenzó el largo camino de sobreponerse a su dolor, aunque aún estaba lejos, muy lejos, de recuperarse.

Por desgracia el tiempo transcurrió inexorable en su camino, y finalmente llegó el momento en que hubo de partir. Con tristeza, Yoshiro se despidió con una larga mirada a toda su intranquila corte, todos con las frentes tocando el suelo, con la excepción de su padre. En silencio, ante la vista de todos, el joven dio media vuelta y se marchó. Poco a poco todos fueron incorporándose para observar con inquietud cómo la figura de quien sus destinos dependerían en un futuro próximo, se iba alejando hasta desaparecer.

Xiao, con su pequeño cuerpo temblando sin que nadie -salvo Naoko- pudiera percibirlo, sintió cómo una parte de ella se iba también.







 
-III-
(Kohai-Sempai)

Conforme a los requisitos de su padre, con el cabello ya crecido, y sin sus sables, Yoshiro partió hacia las lejanas montañas de Nagano, al norte de la gran llanura del Kwanto. En su largo camino a pie, el joven, disfrazado de campesino, conoció el hambre y la guerra, fruto de la constante lucha por el shogunato entre los daimíos. Muerte y dolor hicieron que sus ojos se secaran, que su corazón se endureciera y enfriara aún más.


Cuando llegó a las montañas, comenzó la búsqueda del ermitaño, tarea que fue dura y difícil en extremo. Finalmente, tras semanas de vagabundear bajo las duras condiciones de la zona, supo que se refugiaba en una cueva, y allí se encaminó. Cuando por fin logró encontrarla, no pudo evitar su sorpresa al encontrar a un anciano meditando frente a dos humeantes tazas de té verde. El viejo era de corta estatura. Su cabeza estaba rapada, y tan sólo los blancos pelos de su barba y bigote denotaron su edad, ya que su  aspecto era extraordinario para los años que se suponía que tenía.

 Sus ojos permanecieron cerrados a la par que ordenó:

 -Siéntate. Te estaba esperando.

 Yoshiro, sorprendido, obedeció, y, cuando extrañado, le preguntó cómo sabía que iba a llegar y cuándo, el viejo, simplemente, no le contestó. Permanecieron en silencio durante largo rato. El anciano continuaba sin abrir los ojos. Yoshiro, agotado y con el polvo del camino en su garganta, miraba deseoso la pequeña taza de té, aunque no se atrevía a tocarla, por respeto a su anfitrión. Mas, como el hombre no parecía dispuesto a iniciar el rito, la sed y la fatiga acabaron imponiéndose, y en un impulso, el joven alargó la mano hacia la bebida. Antes siquiera de que llegara a tocarla, el maestro, que continuaba con los ojos cerrados, exclamó:

 -No me importa que seas un príncipe, jovencito. En mi hogar, el egoísmo sobra y habrás de dejarlo fuera, junto a la impaciencia. Beberás cuando yo decida que lo hagas, y no antes.

 El orgullo del príncipe le sobrepasó. Los meses de privaciones y desesperación se agolparon en su corazón y la sangre de sus venas comenzó a hervir. Con insolencia, se levantó y le contestó:

 -¡No he venido para aguantar las tonterías de ningún viejo loco. No he de obedecerte, porque no eres nadie! ¡Y si estar contigo era el requisito impuesto por mi padre, pronto se encontrará con que carece de heredero para ocupar su puesto!

 En ese momento, el anciano simplemente abrió los ojos. Poseía tal fuerza en su mirada, que Yoshiro, automáticamente perdió su altivez y su gallardía, y mudo, se volvió a sentar obedientemente.

 Por fin, tras unos minutos más, el viejo decidió que era el momento de saborear el té. Con un gesto permitió que el joven también bebiera. Le observó sonriente, y al fin habló:
 -Joven Yoshiro. Eres orgulloso. El orgullo es útil, pues nos salvaguarda del daño, a la par que nos permite seguir la senda del honor, mas en muchas ocasiones suele provenir de una falta de seguridad en uno mismo. ¿Cual crees tú que es la razón de esto?

            El joven, enojado, respondió:


 -Ignoro de qué me hablas. Dudo que posea esa falta de confianza en mí mismo. Mírame: ¿Por qué habría de poseerla? Soy hermoso. Puedo escoger entre las más bellas mujeres y desposarme con la que yo quiera. Soy rico, joven, sano. Me han educado los mejores maestros, y no me considero idiota. ¿Cual, pues habría de ser la razón?

 El anciano bebió un pequeño sorbo más, y sin mirarle a los ojos, le contestó:

 -Tengo muchos años. La edad es como una escalera. Cuanto más viejo eres, desde más altura observas todo. Con el tiempo que llevo viviendo, veo a la gente como tú ves a las hormigas.

Y, jovencito, cuando las cosas se ven desde arriba, nada tapa la vista, y lo sabes todo, como las estrellas saben todo sobre los hombres, pues nos llevan observando desde que nuestra madre, Amaterasu no kami[5], las dispuso allí con ese fin.  Del mismo modo, es fácil leer en ti   como en un libro. Y tus ojos, que son las letras de ese libro, me dicen que no te amas. Te lo pregunto de nuevo: ¿Por qué es esto?

Entonces se quedó mirando fijamente al príncipe, que, incapaz de retener la mirada, la bajó, humillando.

Tras un largo rato de silencio dijo por fin:

 -¿Qué más da? Ya pasó.

 -¿Sabes qué es un elefante? -El muchacho negó con la cabeza-. Es un animal extrañísimo, que tiene dos colas, una en la cara, y grandes cuernos hacia abajo. Vive en un país mucho, muchísimo más al oeste que la China, y es el animal más grande y pesado que hayas visto nunca. Pues bien, cuando un elefante pisa, deja una huella enorme. Y esa huella, cuando llueve, se convierte en un charco, y en ese charco nacen crías de ranas, y gracias a ese agua, crecen y se convierten en grandes ranas.

-El muchacho hizo un gesto de no entender nada-. Si el elefante no hubiera pisado, esas ranitas no hubieran nacido, y, aunque la enorme bestia jamás soñó que su pie sirviera para que nuevas vidas nacieran, ésta es la consecuencia insospechada de su andar.

Del mismo modo, los actos que te han afectado en el pasado no desaparecen, si no que permanecen como huellas, cuyas consecuencias son imprevisibles años más tarde. Por supuesto no todas las cosas que te suceden en la vida te afectan de esa manera, pero, del mismo modo, no todas las pisadas de los elefantes, se convierten en hogar de unos renacuajos. Las que importan son las que sí.

 Dices que tienes a todas las jóvenes hermosas que desees, pero, a pesar de tu edad, todavía no te has desposado. Por otra parte, las personas orgullosas tienen mucho corazón, ya que éste es su motor, y a quien tiene un gran corazón, las cuestiones con él relacionadas le afectan el doble... y mi experiencia me dice que el asunto del corazón más capaz de destrozar a un hombre es una mujer. ¿Es acaso ésta la razón?-

 Yoshiro, con la mirada fija en el suelo, asintió en silencio.

 -Bien, pues cuéntame la historia...

 El joven hizo un gesto silencioso de protesta, y luego comenzó a hablar con desgana.

 -Verá, yo, como ya he dicho, siempre dispuse de toda mujer que yo quisiera. Sin embargo, nunca me interesó ninguna de ellas, ya que yo sabía perfectamente que no eran verdaderas esposas, sino tratados políticos de nuestros padres, y, en los peores casos, mujeres que sólo estaban alumbradas por mi poder. Así era imposible que yo me enamorara, pues ninguna tenía los requisitos que yo necesitaba. Y yo deseaba conocer el amor, pues siempre consideré que era el sentimiento más puro y hermoso del que eran capaces los hombres.

 Sin embargo, cuando -y con quien menos me esperaba- finalmente mi corazón se abrió al amor. Por desgracia, con una persona prohibida, una a quien yo nunca podría colmar de felicidad. Apenas la conocía, ¡pero era tan hermosa! Sus ojos eran dos fuegos que me hechizaban. Sus dientes, blancos como las eternas nieves del Fujiyama, eran ocultados por las dos serpientes de grana de sus labios.-Aquí el joven se detuvo, como deleitándose en sus recuerdos.- En fin… finalmente, fui alentado por una persona muy cercana a mí para que hablara con ella. Y la maldita bruja engañosa, se valió para confundirme completamente romperme el corazón, burlándose de mí y maldiciendo a mi estirpe.-

 Y a continuación quedó en completo silencio. El viejo, que había permanecido totalmente callado, preguntó:

 -¿Qué sucedió con ella?

-Lo ignoro. Supongo que fue muerta, pues era una esclava china.

-¿Por qué te afectó tanto?

-¿Bromea? ¡Rompió mi corazón y mis ilusiones!¡ Me dejó en vergüenza y me maldijo! ¡Y todo cuando yo, lo único que quería era colmarla de besos y de amor!

-¿No has encontrado a otra mujer a quien puedas amar?

El joven negó silenciosamente con la cabeza.

-¿Cual es la razón?

-Simplemente no quiero. Odio a las mujeres, y no quiero seguir teniendo contacto con su sexo. Además temo que, pese a todo, no la he conseguido olvidar completamente, pues toda mujer a quien miro, es inmediatamente comparada, y, en la comparación, sale perdiendo.

-Sin embargo, los seres humanos somos como aquellos animales que viven en manada, y necesitamos la aceptación y el calor de otras personas, y en especial, de las personas de sexo contrario. Sé que tu madre murió hace años, así que... ¿qué contacto tienes con las mujeres? ¿Tienes amigas?

-Tengo a mi hermana Naoko. Ella se porta muy bien conmigo, me escucha y me comprende.

-Pero Naoko es tu hermana. ¿No tienes ninguna amiga?

-Bueno, hasta ahora no, sin embargo, antes de venir hacia aquí, estaba empezando a tener algo similar a una amistad.

-¿Con quién?

-Irónicamente, con la compañera de esa bruja; otra sirvienta de mi hermana. Sin embargo ella es completamente distinta.

-¿No es hermosa?

- Sí lo es, pero no es lo que me llama la atención de ella. Curiosamente es lo menos importante. Me atrae su carácter, y la sabiduría con que me hace ver las cosas...

-¿Ella te gusta?

-No. Con ella, por ahora, sólo quiero tener el contacto que hemos venido llevando. Yo ya no confío en ninguna mujer, y prefiero no mezclarme en sus asuntos.

-Pero, sin embargo, me dices que ella es distinta a las demás. Si ello es cierto, ¿qué has de temer?

-Sí, ella es distinta, pero no es ahí donde está el problema, sino en mi corazón. ¿Cómo podría juntarme a una persona sin estar plenamente enamorado de ella? Sufriría yo, y le haría sufrir a ella.

-Mira joven Yoshiro. Hay dos formas de entrar en un castillo. Todo el mundo quiere entrar por la puerta principal. Eso significa entrar como un señor, con atenciones y lujo. La otra manera es entrar como un sirviente por la puerta pequeña. El camino es más largo y fatigoso, y requiere mucho más esfuerzo. Pero recuerda que hasta el más humilde de los sirvientes puede acabar convirtiéndose en señor. Y en ambos casos el resultado es el mismo. Acabas estando dentro del castillo.

Si te unes a una mujer, tú quieres que la otra persona se vuelque contigo como si fueras un verdadero señor. Sin embargo la labor del sirviente es mucho más importante que la de aquél. Sin la labor del sirviente nada hay. En el amor, has de ser como el sirviente, y construir a partir de tu esfuerzo, no dedicarte tan sólo a disfrutar de los frutos del esfuerzo del otro. En todo caso, deberías plantearte, que la única manera que tienes de enamorarte, es dándote la oportunidad de hacerlo. Lejos de las mujeres, jamás podrás volver a sentir el amor.-

Yoshiro se quedó en silencio durante unos minutos. Por fin, el maestro le interrumpió.

-Ayúdame a ayudarte. ¿En qué estás pensando?

-En la joven de la que hablábamos. Hace unos meses me regaló esto.-Abrió su hatillo, y de allí extrajo una flor cuidadosamente envuelta.- Cuando me la regaló me dijo unas palabras similares a las vuestras.

Con cuidado depositó la seca flor sobre la mesita de cerezo. El maestro la miró, le dedicó una sonrisa y le confió:

-Joven Yoshiro. Aún nos queda un largo camino por recorrer...




  





-IV-
(el mensajero)

Transcurrió una estación desde que el príncipe llegó a la residencia del viejo. Desde entonces, durante innumerables conversaciones, la rosa había permanecido en la misma mesa, quizá como un símbolo extraño, como una pieza de museo, destinada a ser contemplada desde un sitio asignado, sin que nadie se atreviera a moverla de ahí.

Una mañana, como todas, el joven, había terminado de realizar sus labores y se preparaba para jugar una partida de ajedrez con su sempai. A él le encantaba realizar continuas metáforas entre la vida y el juego.

Una de sus favoritas era que, lo más hermoso del ajedrez, es que al terminar la partida, el rey y el peón volvían a la misma caja.

A Yoshiro nunca cesaba de sorprenderle su maestro, ese hombrecillo que disfrutaba confundiéndole con enigmáticas frases. Sin embargo, aún no sabía si le admiraba o le odiaba, pues le hacía trabajar como un esclavo, y la sangre azul del príncipe, hervía de rabia cada vez que limpiaba y relimpiaba los escasos enseres y muebles que el anciano había instalado dentro de su acogedora cueva.

Ese día, sin embargo, Yoshiro se encontraba de excelente humor. Los últimos días de otoño estaban siendo preciosos, con su abrumadora paleta de tonos rojos, ocres y amarillos, y esa mañana, había caído la primera nevada del invierno. A Yoshiro le costaba aceptar que en pocos meses haría un año desde que abandonó su hogar. Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando, mientras colocaban las piezas en el tablero, apareció súbitamente una figura. Llevaba el emblema de mensajero de su padre.

 El hombre, como la costumbre obligaba, se arrodilló, y sin levantar la cabeza comenzó a hablar:

-Yoshiro-sama, hijo de Hagamasha, daimío de Shimane y jefe de la familia de los Kubawara. ¡Traigo malas noticias para ti! Tu padre cayó gravemente enfermo. Está muriéndose. Tu hermana Naoko-sama asumió temporalmente, hasta tu regreso, los poderes feudales, pero el pueblo está profundamente descontento. Está a punto de alzarse en rebelión.

-¡Qué dices! ¡No puede ser! -Exclamó el joven azorado.

-Eso no es todo señor. Se ha declarado la guerra contra China. Todos los demás daimíos están organizando tropas por orden del Taiko, y exigen tu ayuda. ¡Debes volver inmediatamente, señor!

Yoshiro dio varios pasos hacia atrás con los ojos completamente desorbitados. En pocos segundos había pasado de una existencia pacífica, a tener que enfrentarse con una guerra y a aceptar un poder que no se sentía capacitado para tomar… Confuso balbuceó:

-No estoy preparado...

Al oír estas palabras, Yamagata, que había permanecido en silencio, explotó:

-¡Joven señor! ¡Ha llegado el momento de que asumas tu verdadera esencia! ¡Eres un hombre, un guerrero! ¡Debes luchar contra nuestros enemigos, y lo debes hacer con honor y con valentía! ¡No quiero verte dudar! ¡Parte inmediatamente! Pero recuerda: tu aprendizaje aún no ha terminado. ¡Enfréntate a tu destino y luego regresa!

-¡No puedo! ¡Aún no!

-¡¡Sí puedes!!-Y mientras le entregaba su petate- ¡Márchate y vuelve hecho un hombre!

Yoshiro salió a trompicones de la cueva y montó en el caballo que el mensajero había traído para él, mientras el viejo les miraba hasta perderles de vista. Cuando volvió a entrar, con el ceño fruncido y evidente gesto de preocupación, vio en la mesa un tablero de ajedrez con las piezas ordenadas y la flor seca.

Al pasar junto a él, con un leve movimiento de mano derribó la figura del rey blanco.









-V-
(la guerra)

Yoshiro y su siervo cabalgaron durante días, tomando caballos de refresco y parando lo justo para descansar. El ambiente era completamente distinto. Olía a guerra por todas partes. El pueblo estaba tremendamente nervioso y corrían rumores de que había habido incursiones chinas en numerosos puntos de la costa oeste. Las noticias eran muy malas, pues el castillo del feudo estaba muy próximo al mar, y era uno de los posibles puntos de ataque. El nuevo daimío debía apresurarse.

Por fin, tras varias jornadas de viaje a marcha forzada, el joven llegó a su provincia. Durante todo el trayecto, el muchacho apenas había dicho palabra. Estaba visiblemente asustado y se debatía en terribles luchas internas.

Verdaderamente se veía sobrepasado por las circunstancias.

Dentro de su territorio no encontraron un alma. Las aldeas estaban vacías, y la nieve dificultaba mucho su avance. No obstante, redoblaron esfuerzos para llegar al castillo. Cuando lo vieron, sus corazones ennegrecieron.

Efectivamente, el palacio había sido atacado. Se veían signos de lucha por todas partes, aunque, afortunadamente, allí si quedaba gente. Un grupo de soldados se cuadraron al verle aparecer, y corearon su nombre al unísono.

Yoshiro se apeó del caballo y se dirigió como loco al interior del castillo, hacia las estancias personales. Le intentaron sujetar varios hombres, y, mientras se peleaba por zafarse, los soldados le explicaron que su padre falleció poco antes del ataque, y que su hermana le esperaba. Con rabia, ordenó que le soltaran.

Yoshiro corrió por los pasillos. Estaban llenos de heridos malamente acomodados, mientras unas pocas mujeres les atendían como podían. Cuando llegó a la estancia principal, quedó sobrecogido.

La enorme sala se encontraba prácticamente a oscuras, y sumida en un profundo silencio. En el centro, de rodillas, se encontraba Naoko llorando amargamente. Sus cabellos despeinados, caían caóticamente sobre su kimono sucio y roto. Cuando le vio, se levantó y se abrazaron entre lágrimas. Yoshiro, cada vez más compungido, le preguntó qué había sucedido. Naoko, entre sollozos, le respondió:

-Hace un mes, nuestro padre enfermó gravemente. Coincidió con que China nos declaró la guerra. Mandé rápidamente a un mensajero a por ti, y mientras, intenté asumir el mando. Pero nací mujer, y el pueblo estaba profundamente descontento de que el heredero no estuviera en palacio. Todos los demás daimíos estaban organizando sus ejércitos, pero yo tuve que mandar a nuestras tropas al interior de la provincia para que aplacaran a la chusma. Fue entonces cuando nos atacaron.

Varios barcos chinos desembarcaron en la costa, y sitiaron el castillo, que estaba casi desprotegido. La lucha duró poco. Nos rendimos y caímos prisioneros. Libraron a nuestros siervos chinos, incluida Xiao, que no me quería abandonar, Buddha la bendiga. Yo misma fui apresada. Afortunadamente nuestros soldados, llevados por el general Miyagi, quien pidió ayuda a Katsumi-sama, el daimío de los Sannomiya, vinieron a salvarnos, junto a los refuerzos solicitados. Los chinos huyeron, pero han matado a muchos de los nuestros. Yo me salvé de milagro pues iban a ejecutarme. Intentaron usarme como moneda de cambio para huir, pero mientras atacaban nuestros samuráis, Chiyoko, una de nuestras siervas, dio valerosamente su vida abalanzándose sobre el perro chino que me sujetaba. Al clavarle su espada en el pecho, logré zafarme y salí corriendo. Y ya no tuvieron tiempo de correr tras de mí.

 Yoshiro se quedó mirándola como atravesándola con los ojos.

-¿Te tocaron?

Naoko intentó aguantarle la mirada con ojos nublados por las lágrimas, pero finalmente no pudo resistir más y rompió a llorar amargamente. Yoshiro sintió cómo un velo rojo de furia le iba cubriendo la mirada. Como un perro loco comenzó a gritar:

-¡Malditos hijos de mala madre! ¡Voy a matarlos a todos!

Desenvainó su sable y sacudió un fuerte golpe a una gruesa viga de madera, con tal furia que ya no consiguió recuperarlo, pues quedó prendado. Se dio la vuelta y con ojos desorbitados ordenó a su hermana que terminara el relato. Ella con voz débil prosiguió:

-Las gentes de nuestra provincia huyeron, aunque ya he mandado a soldados para que les hagan volver. Todos los demás daimíos han fletado sus barcos y te esperan en la isla de Nishinoshima para que te unas con ellos. ¡Ahora tú eres el señor!

Yoshiro al oír estas palabras, reunió fuerzas, y tirando con brutalidad de su sable, consiguió desprenderlo de la madera en la que se había quedado atrapado. Se dio cuenta de que sus miedos habían desaparecido. Decidió partir en cuanto estuvieran sus hombres. Si debía ir a la guerra, lo haría con todas las consecuencias.





 Todos los preparativos estaban casi dispuestos, así que en cuanto regresó el resto de sus hombres, mandó hacer una leva en masa, y juntó un gran ejército. Embarcaron en todos sus buques y partieron hacia la pequeña Nishinoshima, donde les esperaba el resto de la flota.

Un total de 1073 buques de guerra llegaron a la costa china zarpando desde la isla. Un ejército de 150.000 hombres fue la primera oleada de ataque de Japón contra su enorme vecino.

China, cuya gigantesca superficie de costa no podía ser cubierta firmemente, no pudo evitar la penetración japonesa en su interior. Tras una pequeña batalla, los nipones crearon un sólido asentamiento en territorio enemigo.

Inferiores en armamento y tácticas, las rudimentarias vías de comunicación chinas, no permitieron organizar un ejército lo suficientemente grande como para frenar el avance en su propio territorio. Y los japoneses, sedientos de venganza, se dedicaron al pillaje y asalto de toda población a su paso, dejándola reducida a cenizas.

La crudeza de la guerra fue venciendo poco a poco al joven daimío, en quien iba aumentando cada vez más el odio a China y sus gentes. El horror de la sangre y la muerte, fueron llenando un corazón vacío de ternura y de sentimientos puros. En él se desarrollaba otra guerra: una cruda batalla entre un ser bondadoso que ansiaba el amor, y un guerrero solitario que buscaba tanto la muerte de los demás como la suya propia.

Pronto fue conocido por su temeridad. En la batalla de Tsiman-penn, el inestable joven cargó, al frente de sus hombres contra las filas enemigas, montando un desbocado corcel, mientras abría los dos brazos de par en par, gritando a pleno pulmón y mirando al cielo, con una lluvia de flechas silbando a su alrededor.

Sólo la más ciega fortuna había permitido que siguiera vivo.

Sus propios hombres comenzaron a desconfiar de su amo, ya que es peligroso seguir al que busca su propia muerte. Ya era conocido entre todos los generales y almirantes japoneses por ser el único señor que cargaba en las batallas junto a sus hombres, en vez de observarlas desde la lejanía. Esto dejaba a los demás daimíos en una incómoda posición, a la par que agrandaba su fama de loco.

Pasaron muchas lunas, y por desgracia para los nipones, el amplio número de victorias les provocó un exceso de confianza, ya que se creyeron invencibles, al considerar a su enemigo incapaz de organizarse.

Pronto se darían cuenta de que se equivocaban.



Una mañana, los almirantes decidieron atacar un poblado en donde se pensaba encontrarían cierta resistencia. Yoshiro fue, como siempre, quien se ofreció para llevar a cabo el golpe de mano. Nadie se sorprendió de ver al joven daimío loco ofreciéndose voluntario, y algunos de ellos vieron, incluso una oportunidad para que Buddha le acogiera en su seno de una vez por todas. Así pues no hubo ninguna objeción.

Por tanto, como de costumbre, Yoshiro partió hacia el poblado con un número grande de hombres, dispuestos a no dejar piedra sobre piedra. La batalla fue terrible. Todos los jinetes despedazaron la débil resistencia del poblado, y comenzaron a penetrar en las casas para asesinar y robar. En una de ellas, Yoshiro desmontó de su corcel y derribó la puerta de una patada. En la estancia, en penumbra, se encontró de repente con un hombre que le atacaba con una espada. Los rápidos reflejos del que está a punto de morir fueron lo único que le permitieron esquivar la mortal estocada.

La mano de cada uno agarró el brazo armado del otro. Los ojos se encontraron con furia mientras forcejeaban. El almizclado olor a sudor se sumó al del miedo. Los dos hombres cayeron y rodaron por el suelo mientras seguían peleando. Los pocos muebles de la estancia se quebraron como si fueran de paja ante el ímpetu de los dos asesinos. Las sienes de Yoshiro latían furiosamente mientras veía con horror, a través del casco, que las fuerzas del otro iban venciendo las suyas propias. Cuando la espada iba ya a segar su cuello, el joven giró violentamente y consiguió desequilibrar al enemigo, que cayó al suelo. Yoshiro fue más rápido y logró hundir profundamente su sable en la espalda de su oponente.

Se quedó horrorizado, empapado en sangre y en sudor, mirando a su enemigo mientras caía de rodillas al suelo, agotado. Nunca había matado a sangre fría. Era una sensación completamente distinta a hacerlo en la batalla.

De repente oyó un ruido a su espalda, y se dio la vuelta justo a tiempo para detener una daga que caía sobre él. Cuando ya pensaba que no tenía fuerzas como para seguir luchando, se dio cuenta de que su enemigo era una mujer encapuchada y que la dominaba fácilmente. Con fuerza, la tiró al suelo, y cuando le arrancó la capucha se quedó estupefacto:
Era Xiao.

No se puede describir con facilidad la enormidad de los sentimientos que atravesaron la mente del joven señor. Sólo cuando vio reflejada la extrañeza en los ojos de la mujer, acertó a quitarse el yelmo de guerra. Cuando ella vio su rostro, se sintió igualmente sobrepasada.

Los dos se quedaron de rodillas mirándose fijamente. Fue entonces cuando Yoshiro se dio cuenta de tres cosas. De lo absurda que era su vida, de lo que esa chica significaba para él, y de que se sentía desnudo, como aquella noche, años atrás. Perplejo, rompió a llorar, seguido inmediatamente de ella mientras se abrazaban con pasión. Todo parecía tan terrible y tan inútil... La guerra, la muerte, el dolor. Todo aquello le dio miedo, y todo aquello se vio sobrepasado por el abrazo cariñoso de un ser querido, de una mujer con quien, en aquellos momentos compartía todo. Se sentía completamente comprendido, comunicado. En esos instantes, eran simplemente piel contra piel, un hombre contra una mujer...

Cuando, tras un largo rato recobraron conciencia de dónde estaban, volvieron a oír gritos de guerra y de dolor. Cuando se asomaron, vieron cómo los japoneses estaban siendo exterminados por un enorme ejército chino que les había tendido una trampa.

 Estaban rodeados, no podían huir y los chinos se dirigían hacia allí...







-VI-
 (la huída)


Yoshiro dudó, pues con la razón había recuperado el miedo, y éste ahora le dominaba. Ahora había encontrado una razón para vivir. Xiao, como si pudiera leer en él como en un libro, le cogió de la mano, y le llevó a una pequeña despensa, a la que se descendía a través de una trampilla en el suelo, y allí se escondieron los dos a oscuras, abrazados.

Y allí, en la penumbra, los labios se encontraron. Tiernamente al principio; apasionadamente después.

Yoshiro, en la guerra, había conocido otras mujeres, la mayoría oiran, prostitutas, y ya sabía cual era su tacto. Sin embargo, descubrió que en aquella ocasión todo era muy distinto...
En ese pequeño cubículo, conoció la diferencia entre los instintos y los sentimientos, y sobre todo, la diferencia entre alguien que le besaba por obligación, y alguien que deseaba hacerlo, alguien que le amaba. Y aquella nueva experiencia le gustó.



Esa mañana, Yoshiro, por primera vez en su vida, vio una luz a la que acudir. Y Xiao, por primera vez en su vida, fue feliz.

Ambos, juntos, abrazados, permanecieron en la oscuridad de la despensa durante varias horas. Oyeron ruidos arriba. Habían entrado en la casa. Pero afortunadamente, no estaban buscando a nadie, así que encontraron el cadáver, le arrastraron fuera, y se marcharon, mientras ellos, aterrados y en completo silencio, aguardaron a que se alejaran.

Cuando se atrevieron a asomarse, ya se había hecho de noche, y la aldea parecía completamente desierta. No obstante, por precaución, decidieron permanecer escondidos hasta que amaneciera. Comieron algo, tapados bajo una manta y a la tímida luz de un candil que se atrevieron a encender. Estaban muy cariñosos el uno con el otro. Cuando terminaron de cenar, se quedaron mirándose a los ojos. En los de Xiao, un brillo; en los de Yoshiro, una duda.
Con lentitud, Xiao ayudó al joven a desprenderse de la pesada armadura. Con terneza, besó al joven para tranquilizarle, pues su turbia mirada, denotaba una lucha interna. Yoshiro se estaba enfrentando a sus miedos.

El joven vaciló. El suave tacto de la chica y su necesidad de cariño le instaban a dejarse llevar, pero un oscuro fantasma pesaba sobre él. El terror de revivir su pasado y la confusión de sus sentidos le ponían freno. Su respiración era agitada. Los recuerdos y los odios creados le acuchillaban el corazón.

En contrapartida, Xiao, parecía darse cuenta de todo, y su delicadeza y lentitud eran absolutas. Parecía que, al hacer las cosas de esa manera, subrayaba el hecho de que no ocurriría nada si él no deseaba que ocurriera. Y fue, quizás, eso, lo que decidió al joven muchacho a arriesgarse a que le arrancaran el corazón por segunda vez.

Con una profunda inspiración, Yoshiro cerró los ojos y se dejó llevar. El imperio de los sentidos se cernía sobre él. Con la respiración entrecortada, sentía las suaves manos de Xiao despojándolo de sus prendas mientras le acariciaba. Poco a poco, aunque aún rechazaba el contacto, se iba haciendo a la situación. Cuando por fin abrió los ojos, el brillo intenso en los de la chica, le hizo decidirse del todo. Había llegado su momento. Con el temblor del miedo de una adolescencia tardía, que había permanecido latente, olvidada, comenzó a acariciar el pelo de la joven. A ella, afortunadamente, se la veía tan nerviosa, como lo estaba él. Con una mano comenzó a desnudarla, mientras la chica le besaba amorosamente la otra. -¡Qué distinto es el cuerpo de una mujer cuando lo miras con los ojos del corazón!- asombrado pensó.

Cada curva de su cuerpo era exquisita. El tacto de sus pechos era reconfortante, el rubor de sus mejillas, adorable. ¡Qué maravillosa sensación la de ver cómo, cada uno vence su temor poco a poco, en esa excitante mezcla de vergüenza y deseo! ¡Qué increíble delirio el de notar en tus labios un corazón que sabes que está dedicándote cada latido de su vida! ¿Qué deliciosamente delicado es el pudor con el que tratas de ocultar lo que en el fondo deseas entregar! Cada beso, una poesía, cada caricia, un beso... ¡Sublime momento en el que te sientes verdaderamente uno con la otra persona; cuando vibras con el ritmo del aliento del otro!
Con suavidad, desnudos, mostrándose por completo el uno al otro, ella llevó su virilidad a la entrada de su cuerpo y de su alma. Un instante de duda reflejado en los ojos de ambos, tan entornados que no se acertaba a distinguir las pupilas del otro entre la muralla de pestañas. Un leve gemido que surge de una boca entreabierta cuando los cuerpos se hacen uno, una mano que se clava en la espalda del otro, símbolo de la fuerza de las sensaciones. Repentinamente, ambos ya eran un sólo ser con un fin único: la felicidad del otro.

El movimiento, lento y suave al principio, va en crescendo, mientras ambos se cubren a besos al ritmo de una respiración que alimenta a unos corazones jóvenes. La presión de una mano sobre el hombro del otro, como marcando una cadencia deseada  El vaho de dos alientos que se confunden, el aroma de dos cuerpos que se unen, el latir de los corazones de quienes están entregando su más preciado tesoro, su esencia, lo más especial y maravilloso que tienen, a la otra persona. La fervorosa excitación que produce percibir que el otro va elevándose gracias a tu amor y a tu esfuerzo. Sentir que se abandona a ti, que se entrega, se hace tuya en la completa confianza que le da tu abrazo. Esa vorágine de fantasías que va creciendo, completándose, mientras se va perdiendo conciencia de todo aquello que es ajeno a ellos; sintiendo cómo la sangre corre por las venas, sintiendo que uno está vivo; que es feliz.

Por fin el momento crucial, la espiral de emociones, de sensaciones, que giran, se retuercen, se elevan, vuelan, cruzan la etérea inmensidad, cambiando, mutando, latiendo, agolpándose, confundiendo los sentidos, anulando la razón, arrastrando a la consciencia a una vorágine de colores, sonidos, sabores...objetos de lo sensible, alimento de los sentidos. La culminación en fin, en un éxtasis de felicidad, entre cuyas dulces nieblas, apenas se logra distinguir a tu otro yo que susurra tu nombre a tu oído. El aire que se exhala, el corazón que late aún furioso, la relajación, el abrazo caliente de la otra persona, y saber que lo único que se desea es que el otro se duerma en tus brazos, símbolo máximo de la confianza, y observar y velar durante horas su sueño.




La mañana siguiente era clara y brillante, aunque fría. Yoshiro, vestido con ropas chinas, y su afeitada cabeza samurai tapada, se enfrentaba a un destino terrible. Tendría que llegar a las filas de sus compatriotas a través de territorio enemigo, en compañía de una mujer de una raza a la que había llegado a odiar.

Por otra parte, Xiao debía decidirse a renunciar a los suyos para acompañar a un hombre de una raza a la que había llegado a amar.

Triste destino para ambos, únicamente fomentado por un lazo mucho más fácil de romper de lo que parecía.


Trazaron un plan. Él, camuflado con las vestimentas, se haría pasar por el hermano mudo de la chica. En una situación de guerra como la que había, si tenían suerte, nadie repararía en ellos. Avanzarían hacia el Este, procurando evitar las poblaciones, y calculaban que, para el tercer día, llegarían a su destino.

En la segunda jornada, llegaron a un camino en el que se encontraron con unos campesinos que estaban celebrando algo. Recibieron muy malas noticias para el joven: los chinos habían organizado un gran ejército, que se dividió en varios grupos que, como el que atacó la aldea, habían mermado las confiadas fuerzas japonesas. En un último gran ataque habían vencido definitivamente a éstos, que se habían retirado hacia el mar y estaban zarpando hacia su país. La guerra había terminado.

Esto dificultaba muchísimo sus planes. Ahora debían recorrer cientos de millas a través de un país hostil, donde si les descubrían, les matarían. Ciertamente era descorazonador.

Por si fuera poco, su relación tampoco iba nada bien. Yoshiro cada vez estaba más silencioso y taciturno, y se mostraba menos cariñoso con ella. Xiao intentaba hablar con él, pues sufría enormemente, pero era en vano, pues Yoshiro se había acostumbrado a guardar sus sentimientos, ya que esa es, siempre, la manera más fácil de evitar que te hagan daño.

Ella sabía que algo no iba bien. Cometió el error de creer que, desde que él la aceptó, los mayores problemas habían sido solucionados. Por supuesto sabía que aún tenía que vencer muchos obstáculos, pero pensaba que si él había unido su vida a ella, lo demás era, simplemente, cuestión de tiempo. Además consideraba que solucionar desde dentro la relación era mucho más fácil que desde fuera. Ahora sabía que se había equivocado.

Yoshiro, por otro lado ponía mucho de su parte, aunque esto no tranquilizaba a Xiao, pues consideraba que era, de algún modo "forzado". En el fondo, también él estaba sufriendo mucho. Llevaba toda su vida soñando con vivir una historia como la que tenía, y ahora, sin embargo, no se sentía nada feliz con ello. Le preocupaba tremendamente la sensación de que no estaba enamorado de ella. Aunque fuera, quizás, debido al daño que le habían hecho, lo cierto es que no podía permitir que una persona se ilusionara con su persona mientras él no pudiera entregarle todo. Por supuesto que Xiao le gustaba, y tenía fuertes sentimientos hacia ella, pero... o bien no eran lo suficientemente poderosos, o no eran sentimientos relacionados con el amor.

Y lo que era aún peor: la situación se le estaba escapando de las manos. Se enfrentaban a un largo y difícil camino, y él sabía que le acompañaba una persona ilusionada, con fuertes sentimientos, que le pedía respuestas, y que sufría. Se sentía responsable. Y esta responsabilidad era un peso que crecía cada día que pasaba. Sabía que le rompería el corazón si acababa con esa historia, y, en el fondo, él tampoco quería deja de verla, pues ella sinceramente le gustaba, y, en última instancia, no se atrevía a tomar ninguna decisión hasta que no tuviera claros sus sentimientos.

Lo que Yoshiro ignoraba es que su constante preocupación era, precisamente la causa de que se alejara de la solución de sus problemas. Y Xiao, que lo sabía, temía no poder mostrárselo. Y comenzó a sospechar que nunca le conseguiría de verdad. Decidió pues, tratar, en el tiempo que les quedara juntos, con todas sus fuerzas, de ayudarle a quitar las malas hierbas de su corazón, a fin de que recobrara la vida.

De esta manera, el viaje continuó durante días y días. Dadas las circunstancias, estaba resultando bastante tranquilo, salvo por un par de sustos y huidas precipitadas cuando se encontraban con patrullas del ejército chino.

Por fin, un día, pasadas varias semanas, Xiao, cansada de la completa incertidumbre en la que se veía atrapada, decidió que se ocultaran en un pequeño granero. Allí, entre el heno, cogió amorosamente la cabeza del joven y le susurró:

- Mi querido Señor. Está claro que no puedes, o no quieres entregarme tu corazón. Por tanto, te libero de tus obligaciones conmigo. Por supuesto, te acompañaré hasta la costa, pero lo haré como la amiga tuya que una vez fui, y como nada más.

Las palabras de Xiao se clavaron en el corazón de Yoshiro. Era en esos momentos cuando más quería a Xiao, pues renunciaba a su propia felicidad, a cambio de la de él. Se sentía un monstruo si no le concedía otra oportunidad, así que la besó y le pidió paciencia.

Y otro día más pasó.







-VII-
(el banquete)



Transcurrieron un par de semanas más. Ya se encontraban relativamente cerca de la costa. Avanzarían hacia el Noreste hasta llegar a Pinn, un pueblo que tenía un puerto lo suficientemente grande como para que pudieran encontrar un barco que les acercara a la costa nipona, y lo suficientemente pequeño como para que no esperaran encontrar soldados por allí.

Cada día que pasaba los jóvenes caminaban más silenciosos. Xiao, la china, hija de un célebre y ya muerto autor de teatro, mujer culta y respetada hasta el momento en que en la anterior guerra chino-nipona la secuestraron unos piratas japoneses para venderla al daimío padre de Yoshiro, había transcurrido su vida entre pergaminos y libros de sabiduría. De ahí su carácter soñador y la fuerza de sus convicciones, que habían permanecido firmes hasta el día en el que conoció a su amado príncipe. Y Yoshiro, el complicado e inestable príncipe heredero de una provincia del país del sol naciente, confuso y atormentado quien estaba aprendiendo a querer vivir tras mucho desear su propia muerte.

En las últimas fechas, ella observó, preocupada, que estaba perdiendo los rasgos más estables de su personalidad en favor de su joven amor. Su desesperación iba en aumento. Cada intento que hacía de volver a poner las cosas en su sitio era infructuoso, debido, posiblemente a que ninguno en el fondo quería dejar de estar con el otro.

Por otra parte, tampoco podían permanecer juntos, pues Yoshiro no conseguía vencer a sus sombras, y comenzó a rogarla que se mantuvieran únicamente como amigos en el momento en el que ella había dejado de luchar por que él se enamorara. A Xiao ya no le importaba. Sólo quería estar con él. Pero cada día, en su amor, se le hacía más insoportable la idea de tener que convivir con el joven señor en una situación de amistad. Sus sentimientos eran demasiado fuertes, y sufría un daño muy profundo. Mas la otra cara de sus emociones le impedía abandonarle a su suerte, no acompañarle hasta su destino, y no ayudarle en todo lo que le fuera posible con su corazón. Yoshiro, el daimío, el joven que perdió su inocencia de un flechazo en el corazón, tampoco era, en absoluto, feliz. Cada día que pasaba, se veía menos enamorado y más responsable de sus actos. Si Xiao se veía abocada a prescindir de sus valores para estar con su amor, él se enfrentaba a ignorar a los suyos si continuaba con ella.

En cierta manera era imposible que permanecieran juntos, mientras su destino les hacía depender el uno del otro. Xiao soñaba con cariño verdadero, con una demostración pequeña para poder entregar mucho. Yoshiro soñaba con poder darla.


Una mañana pasaron junto a una casa rural. Había mucha gente, y estaba decorada con flores y telas de vivo color. Yoshiro y Xiao estaban hambrientos, y como estaban a muchas leguas de donde hubo guerra, y había transcurrido ya más que suficiente tiempo como para que se calmaran los ánimos, decidieron acercarse. En China existían fuertes tradiciones de hospitalidad para con los viajeros, así que lo hicieron sin temor.

No cabía duda: estaban celebrando algo. Preguntaron a algunos de los campesinos cuál era el motivo de la fiesta, y les anunciaron que se trataba de una boda. Como, así mismo la tradición exigía que saludaran a los cónyuges, los viajeros se dirigieron a felicitar a la pareja. No sospechaban qué iban a encontrar.

Junto a un apuesto mercader se encontraba alguien a quien ambos reconocieron de inmediato. Vestida de rojo, como la tradición exigía, con su larga melena envuelta en una corona de flores amarillas y naranjas, con la misma belleza indómita, reía, despreocupada Tsiong, la esclava. Yoshiro se quedó pálido. Horribles recuerdos se agolparon en un instante en su mente, y el joven entendió por qué creían en el mundo antiguo, que el  corazón era el centro del hombre, pues sintió un dolor profundo, angustioso en el pecho, como si un negro puño lo estrujara hasta hacerlo sangrar. Xiao, boquiabierta, consiguió sujetar a su amor, que estaba a punto de caer, y sintió una sensación similar a la de Yoshiro cuando vio en sus ojos el brillo (y la confusión) que jamás habían tenido al mirarla a ella. Y no sólo llorando con su corazón, aguantando  apenas las lágrimas; con cada fibra de su ser gritando de rabia y de dolor, Xiao consiguió dar la vuelta a su amado para huir antes de que la otra les reconociera y descubriera su identidad.

Cuando se alejaron lo suficiente, la antigua sirvienta explicó al destrozado muchacho, que Tsiong seguía viva porque ella misma intercedió por ella a su hermana Naoko para salvarle la vida, y ésta la encerró, en vez de matarla, en los calabozos del palacio, donde, sin duda, fue rescatada por los piratas que lo atacaron.

Desde entonces no hablaron más. Yoshiro fue incapaz de enfrentarse a su más oscuro enemigo y en la derrota se hundió completamente. Durante dos noches no consiguió conciliar el sueño, y al tercer día, su agotamiento fue tal que, por fin se rindió al descanso y ella permitió que durmiera hasta que le placiera. La joven tampoco quedó muy bien parada. En los ojos de su hombre descubrió que jamás se enamoraría de ella, y aceptarlo fue el más amargo trago que jamás hubo de beber.

Xiao, quien en su juventud había creído sufrirlo todo, descubrió en ello su mayor tormento. La sola idea de que Yoshiro entregara su amor a otra persona le enloquecía; el hecho de que todo su esfuerzo, ilusiones, su lucha y sus sueños no hubieran servido para nada excepto para que los disfrutara otra, le hería en lo más profundo.

Tan grande era su herida que, en verdad, Xiao, esa noche murió.







-VIII-
 (el mar)




A la mañana siguiente, como estaba previsto, la pareja llegó a la costa. El mar brillaba de una azul furioso en una radiante mañana de primavera. Las gaviotas y otras aves del puerto chillaban ruidosamente mientras se peleaban por encontrar la comida que les serviría de desayuno. Sin embargo, ni Yoshiro ni Xiao emitían ninguna luz. Silenciosos, cabizbajos y agotados, llegaron a Pinn, el pueblo portuario donde esperaban poder alquilar un pasaje en un barco.

Tras recorrer los bajos fondos portuarios, Xiao, tras una dura negociación que le costó a Yoshiro todas las joyas que poseía, consiguió que un pescador reuniera el valor suficiente como para acercarle a su país. El viaje era corto, dependiendo del tiempo duraría tres o cuatro jornadas, pero la ruta estaba plagada de wakos, los piratas japoneses, y resultaba peligrosa, sobre todo, en el inicio del viaje, cerca de la costa china.

Partirían por la noche, que, aunque de luna media, les ocultaría bastante.

Así, cuando se lavaron y comieron, Xiao supo que había llegado el momento clave. Todo aquello que más temió se acercaba. Los fragmentos de sus sueños rotos fueron esparcidos por el viento.

Con una lágrima recorriendo su mejilla, se acercó lenta, muy lentamente, a Yoshiro. Por última vez, sus alientos se confundieron. Por última vez, los labios se encontraron.

Ninguna palabra se necesitó. Simplemente ella y él, ambos con el corazón roto, dejaron a sus manos que se fueran deslizando mientras se separaban, hasta que las yemas de dos dedos se despidieron con la última caricia.

Yoshiro, hundido, observó cómo ella se alejaba lentamente hasta que dobló una esquina. Hubiera querido decirle que le hubiese gustado que le acompañara, pero, por alguna razón que él mismo desconocía, simplemente calló.

Cuando subió al barco, a Yoshiro no le quedaba ninguna razón para vivir. Simplemente estaba deshecho.

En su pequeño camarote comenzó a deshacer su hatillo. En él vio unos pergaminos escritos. No se atrevió a leerlos. Subió a cubierta. La luna rielaba en el mar y la fresca brisa le despertó. Entonces se dio cuenta de que debía leer esas hojas.

Con prisa, bajó a su cámara.









-Epílogo-


Yoshiro se enteró de que se le había dado por muerto. Parece que su hermana se desposó con un joven príncipe de los Sannomiya y que, juntos, gobernaban una gran provincia. El joven no se tomó el esfuerzo de desmentir su muerte.

A pesar de que imaginaba una gran sorpresa, Yoshiro sólo vio en Yamagata su característica e incomprensible media sonrisa. De nuevo parecía que el viejo le esperaba El corazón del joven casi se había curado por completo. Ahora veía la vida con una nueva perspectiva, y deseaba vivirla.

La cueva-casa de Yamagata seguía exactamente igual que como la recordaba. Tras saborear lentamente un té, el viejo le propuso jugar una partida de ajedrez. Como siempre, encantado, Yoshiro aceptó.

Fue entonces, mientras su maestro colocaba las piezas, cuando vio que en la mesa, exactamente donde la había dejado, había una rosa cortada. Yoshiro se sorprendió al ver que la rosa estaba completamente llena de vida.

Para sus adentros, el joven sonrió.

 


-FIN-






[1] Señor absoluto de cada una de las regiones o prefecturas del Japón feudal.
[2] Japón bajo el dominio del  regente o Shogún.
[3] Corte imperial japonesa.
[4] Rígida disciplina samurái.
[5] Diosa creadora de las islas del Japón.

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