Por Igor Yglesias-Palomar
Hola a todos.
Hola a todos.
Hace ya bastante que no creo ninguna entrada en este blog y, puestos a ello, quiero hacerlo con algo que escribí hace mucho tiempo y que viene bastante al pelo en este momento de mi vida. Es un relato, de una cierta extensión, pero he querido ponerlo íntegro, ya que, en caso de dividirlo, como las entradas se colocan según su publicación, la gente que entre con ello ya colgado, tendría que retroceder para poder leerlo en su orden correcto. Por tanto, os aviso, queridos lectores, que su lectura completa requiere de un rato más o menos largo, así que tomáoslo con calma. Advertidos quedáis.
En contra de lo que pueda parecer, dada mi trayectoria, este relato es muy anterior a cualquier relación que haya tenido con Japón, aunque se ve que ya sentía una cierta fascinación por él cuando era joven. De hecho, tenía la edad de su protagonista, Yoshiro, cuando lo escribí (Takeda en su formato original, para quienes ya lo hayan leído previamente. He cambiado el nombre porque entonces yo no sabía que Takeda era un apellido, lo que entraba en conflicto con el que le viene dado por su padre). Por tanto hablamos de algo escrito hace casi 20 años, y sujeto, en fin, a las virtudes y defectos provocados por esa edad (más de los segundos que de las primeras). En su momento usé Japón como mero escenario para una historia que hoy, tanto o más como ayer, era de sumo sentido en mi vida. Para los puristas, aclararé que no ha habido tales guerras con China (hasta la invasión de Manchuria en la II guerra mundial), sino con Corea, país que sufrió una invasión -frustrada finalmente-, por Hideyoshi, anterior a la unificación de Japón con Tokugawa Ieyasu. Así mismo, en su lectura veo muchas contradicciones con el carácter que ahora sé de los japoneses, pero amén de unas pequeñas pinceladas, en su enorme mayoría el texto está tal como fue escrito en mi juventud. Me gustaría pensar que ciertos sentimientos son universales, independientemente de la época o lugar, pese a que mi razón me dice que sí, pero muy matizadamente. En fin, espero que lo disfrutéis si es que alguno llegáis a leéroslo entero.
Os deseo a todos unas felices fiestas, incluso a quienes están tan sólo en mi recuerdo y no puedo contar con su presencia.
Un saludo,
Igor Yglesias-Palomar
La Rosa Desnuda
Ésta
es la historia de un joven príncipe japonés de la región de Chugoku, llamado Yoshiro. Su
padre, Hagamasha, era el daimío[1],
y tenía enormes responsabilidades, ya que representaba el máximo poder en su
tierra. Ya era casi anciano, dominaba una enorme extensión en su próspero
feudo, y pronto habría de abdicar en favor de su heredero. Sin embargo,
Hagamasha, pese a ser un hombre justo, en su fuero interno, cobijaba un gran
dolor, pues sabía que había malcriado a su hijo. Sus esfuerzos por proteger a
su única descendencia masculina, le habían llevado a evitar todo contacto de Yoshiro
con el mundo exterior, y, como consecuencia de ello, el sobreprotegido muchacho
no sabía nada de la vida.
Por
lo demás, el joven había cumplido ya las veinte primaveras, y era un muchacho
fuerte y apuesto. Había sido educado en las nobles artes de la espada y del
arco, así como en la caligrafía y en la poesía, teniendo éxitos por igual en
todas esas disciplinas. Sin embargo, el exceso de atención que su corte le profería
le habían convertido en alguien despótico y malcriado en ocasiones -aunque
generoso de corazón- algo débil de carácter y le habían forzado a buscar en
demasía la soledad. Su carácter era, por tanto, reservado y taciturno, además de, quizás, excesivamente
soñador.
Como
joven príncipe, sumado a su apostura, tenía a su disposición a las muchachas de
sangre azul más hermosas del shogunato[2],
quienes viajaban constantemente a su palacio ofrecidas en interés por sus
padres en matrimonio. A Yoshiro, esas mujeres le agradaban, pero no se decidía
por ninguna, ya que él amaba en secreto a otra persona. Sí, Yoshiro estaba
enamorado... aunque, como sucede en muchas ocasiones, lo estaba de la persona
equivocada. Su hermana, Naoko, poseía, entre sus muchas damas de compañía, a
dos sirvientas chinas, apresadas en la guerra contra el país del dragón. Ambas
eran jóvenes y hermosas, aunque poseían caracteres muy distintos. Una, la más
preciosa, era Tsiong, cuya belleza indescriptible apenas conseguía aportar un
pequeño rayo de luz a la oscuridad de su corazón. Era de ella, cómo no, de
quien se había enamorado nuestro joven, prendado de su hermosura como un
insecto ante la letal belleza de la arquitectura de la tela de una araña. Sí,
su corazón se encontraba irremisiblemente perdido ante el brillo de sus ojos y
la grana de sus labios, ante la negrura de su pelo como ala de cuervo, ante la
blancura de una piel casi de porcelana.
La
segunda criada, llamada Xiao, también era hermosa, aunque carecía de la
espectacularidad de la otra. Y sin embargo, compensaba su menor gracia física
con una inconmensurable belleza interna. Por ceder una vez más a las exquisitas
ironías que se producen en la trágica obra de teatro que es la vida, Xiao amaba
locamente y en silencio a Yoshiro.
Tanto
las emociones del príncipe por una de las esclavas, como las de la otra
sirvienta por su señor, debían permanecer en silencio, pues no era permitido en
el imperio el amor entre personas de distinta clase, menos aún entre personas
de distintas raza, especialmente una considerada inferior, como la china lo era
a ojos de la japonesa.
Xiao
era dolorosamente consciente de que Yoshiro moría por su amor hacia la fría
Tsiong, pero no podía hacer nada al respecto. De hecho, en mil ocasiones
hubiera deseado odiarle, aborrecerle... mas no podía. Su karma en esa vida era
amar con la desesperación de quien sabe que ni existe a los ojos del ser al que
se dedica cada inspiración, cada latido. Sin embargo, no sólo ella sufría, pues
Yoshiro se sentía profundamente herido por lo que el destino le deparaba.
Aquélla a quien deseaba colmar de amor y de besos le rechazaba, la ley, por si
fuera poco, era inflexible en ese aspecto, y su edad le obligaba a escoger a
una elegida para desposarse en el menor tiempo posible.
Cualquier
otro hombre en su posición, no hubiera encontrado problema en todo aquello.
Hubiera gozado de sus derechos como hombre y como señor, hubiera tomado a la
esclava tantas veces como hubiera deseado y hubiera seguido haciéndolo a pesar
de casarse con quien la política hubiera dictado que habría de hacerlo. Sin
embargo, el heredero poseía un carácter bien distinto, quizás demasiado
moldeado por las historias de amor trágico que tanto había disfrutado leyendo. Yoshiro
hubiera deseado unirse a Tsiong y dejar que el frío metal les besara y les
uniera en el gran vacío. Pero su débil carácter, le hacía en silencio temer lo
que ningún samurái temía: la muerte, y en especial la muerte honorable, trágica
y heroica.
Naoko,
día tras día, apenada, veía sufrir a Yoshiro en silencio, y entristecida por la
grave aflicción de su corazón, decidió desafiar las leyes del Mikado[3]
y ayudar a su hermano mayor; pues las mujeres japonesas, por el comportamiento
excesivamente severo de sus maridos, han desarrollado un instinto especial para
apreciar y fomentar el verdadero amor.
Así
pues, una hermosa noche de primavera, mandó llamar a su criada, y le ordenó que
fuera al puente del lago del jardín de palacio y esperara allí, y tras hablar
con el joven, consiguió animarle a que declarara sus sentimientos, a lo que
encontró no poca resistencia. La ternura y la paciencia a menudo son armas
poderosas y convincentes, y más en el corazón que las ansía. Así pues, Yoshiro,
asustado y excitado, acudió a la cita y encontró a la hermosa Tsiong en el
lugar señalado. Ésta, cuyo corazón no estaba preparado para el amor, sí había
desarrollado un profundo rencor por sus enemigos que la habían apresado, y
encontró una ocasión propicia para vengarse cuando escuchó las palabras del
joven enamorado que la idolatraba.
Incapaz
de ablandarse o apenarse por los sentimientos que el muchacho mostraba, ella
fingió aceptar de buen grado el ofrecimiento de Yoshiro. En su fría hipocresía,
la mujer no sintió cómo el otro corazón se aceleraba cuando se encontraron los
labios por primera vez, y si pudo sentir cómo el joven irradiaba felicidad y
gozo, fue sólo para hacer más dulce su estocada.
Sin
mediar palabra, ella le llevó a un sitio reservado de cualquier mirada en el
interior del enorme castillo. ¡Cómo describir el pleno éxtasis en el que se
encontraba el príncipe según avanzaba hacia la gloria! ¡Cómo explicar esa
mezcla de excitación infinita y miedo indómito cuando se vieron solos en el
pequeño cuarto! Ella, por fin, comenzó lentamente a despojar de sus vestiduras al
heredero, quien cerró los ojos abrumado por las sensaciones que le asaltaban,
que le dominaban. Al fin había llegado el momento tan ansiado, en el que
entregaría la parte más importante de su espíritu a la persona a quien había
elegido, amado, idolatrado, y quien, además, le había llevado allí por su
propio pie. Aquélla quien ahora se le ofrecía en cuerpo y alma. Al fin había
llegado el momento de entregar su ser, su inocencia, de desprenderse de ella,
de regalarla, junto a todo lo demás, a la mujer a quien adoraba. Sin frenos,
sin miedo... con todo su corazón.
Según
las prendas iban poco a poco cayendo, los latidos se iban, rápidamente,
acelerando. Su mente era un verdadero amasijo de sueños confirmados, gloria y
felicidad extrema. Se hallaba azotado, zozobrado por la vorágine de emociones,
que entrecortaban su respiración, que agitaban su cuerpo, que nublaban sus ojos
y su mente, hasta llegar a un éxtasis sensorial que le arrancaba del lugar
donde se encontraba, del que sus sentidos habían perdido todo contacto.
De
su arrobamiento comenzó a sacarle lentamente un sonido. Poco a poco fue
abriendo los ojos, y, dolorido, se dio cuenta de que se hallaba completamente
desnudo. Y frente a él encontró a su amada riéndose cruelmente. Antes de
que se pudiera dar cuenta, ella le escupió, y le maldijo a él y a su semilla
portadora de una raza odiosa. Dijo que se mataría antes de entregarse
libremente a uno de los suyos, que se abriría el vientre antes de dar a luz al
hijo de un japonés. Yoshiro fue de repente consciente de todo, y se vio desnudo
y sucio, y sintió vergüenza. Una terrible vergüenza junto a un dolor que le
desgarraba el alma, mientras ella le hería de la manera precisa y certera que
sólo las mujeres saben herir a un hombre. Él, llorando, algo impropio de un
hombre de su posición y condición, se cubrió y cayó de rodillas al suelo,
mientras oía las risas alejándose por el corredor.
Lo
verdaderamente irónico de todo es que ella cumplió su función: Esa noche Yoshiro
perdió su inocencia.
En
verdad, esa noche Yoshiro murió.
-II-
(el viaje)
El feudo de Hagamasha al completo estaba alarmado. El único heredero, el príncipe Yoshiro se encontraba sumido en un hondo estado de melancolía. Nadie sabía qué o quién lo había producido, pero el apenamiento del príncipe era tan profundo, que todos temían que la enfermedad y la muerte le llegaran por la enormidad de su dolor y la poca cantidad de alimentos que ingería.
Yoshiro
apenas hablaba, apenas comía, y sus ojos se vaciaban con frecuencia, rasgo que
en el Bushido[4] era síntoma de una
terrible debilidad. Los rumores corrían por doquier. El clan estaba en peligro
si iba a ser comandado por alguien a quien ni el guerrero más bajo podía
respetar. Se temía que los daimíos vecinos esperaran a que subiera al poder
para invadir los dominios de los Kubawara.
Pero
nada de esto importaba al joven heredero, herido mucho más profundamente de lo
que ningún arma podría llegar jamás. Nunca supo qué fue de Tsiong, pues
desapareció, y, aunque su hermana lo negó en reiteradas ocasiones, imaginó que
ésta habría mandado crucificarla, castigo habitual a los esclavos rebeldes. La
posibilidad de que hubiera muerto le confundía, pues mezclaba los sentimientos
encontrados de su amor, su rencor, y la aceptación de que hubiera desaparecido
para siempre la figura en la que proyectar todas estas emociones. Yoshiro
siempre pensó que Tsiong debería haber sido ejecutada en su corazón, no en la
vida real.
Con
él, en silencio, oculta tras la máscara de su rostro, otra persona sufría. Era
Xiao, a quien las heridas del joven le dolían como si fueran propias. Además,
para su tortura interna, le estaba prohibido, como esclava que era, hablar con
el príncipe, y sus miradas nunca eran devueltas.
Pasaron
los meses, y como la situación del joven no mejorara, Hagamasha decidió enviar
a su hijo con un viejo ermitaño que vivía en las montañas de Nagano para
iniciar una relación Kohai-Sempai. Esta relación existía en Japón desde tiempo
inmemorial. Se basaba en la adopción de
un viejo sabio (o sempai) a un joven aprendiz (o kohai). A cambio de sus
enseñanzas, el kohai servía a su sempai durante el tiempo que ambos
compartiesen.
Por
tanto, sin más dilación, el viejo daimío ordenó a su hijo marchar a aprender
con Yamagata, maestro quien llevaba muchos años repartiendo sabiduría; incluso
al propio Hagamasha cuando era joven.
Las
condiciones con las que debía partir eran éstas: Yoshiro abandonaría el
castillo a la primavera siguiente, cuando los cerezos estuvieran en flor (aún
quedaban unos cuatro meses), no regresaría antes de pasadas cuatro estaciones y
nadie podría saber que él era el hijo de un daimío. Debería para ello, dejarse
crecer el pelo en esos meses para que nadie notara que pertenecía a la casta de
los samuráis, viajar a pie, con ropas vulgares y apenas dinero.
Yoshiro
aceptó la decisión, pues carecía de fuerza para rechazarla, así que, con infinita
desgana, se dispuso mentalmente para el futuro viaje. Mientras, Naoko, a pesar
del rechazo que había empezado a sentir por los chinos, decidió no sólo no ampliar
el número de personas que le servían, sino no sustituir a su otra esclava. Con
el tiempo, unidas por la pena que el joven causaba en ellas, comenzó a intimar
con Xiao en profundidad. Un día, mientras contemplaban ambas al príncipe llorando,
sentado en el mismo puente donde aquella noche besó a Tsiong, Naoko se fijó en
cómo a Xiao le surgía una lágrima silenciosa. Su intuición femenina no le
falló, y comprendió que su sirvienta amaba a su hermano. Así, desde entonces,
se dedicó a observarla, y cuanto más lo hacía, más se confirmaban sus
suposiciones.
Una
noche, Naoko penetró en la estancia de Xiao, y se sorprendió al encontrarla
llorando amargamente. En esa ocasión, ambas mujeres estuvieron hablando hasta
el amanecer, y no como ama y sirvienta, sino como persona sufriendo y amiga
dispuesta. Esa noche la esclava le confesó la gravedad de sus sentimientos, y la
princesa, apenada y temerosa de arrepentirse, concedió, basándose en la
excelente opinión que tenía de su dama, que Xiao dirigiera algunas palabras a
su hermano, con la condición de que no fueran de amor. La joven china,
agradecida, besó las manos de su benévola dueña con profusión.
A
la mañana siguiente, Yoshiro se encontraba, como todos los días, sentado
melancólicamente en su jardín. De repente, se sorprendió al ver que Xiao se
había acercado a él. En sus manos traía una flor seca. Se la entregó y le
susurró:
-Una
flor seca sólo es un recuerdo de lo que una vez fue. Ten siempre presente que
sólo se muere cuando se olvida.
Y
acto seguido se marchó.
Yoshiro
estuvo todo el día reflexionando acerca de las enigmáticas palabras que la
criada le había dicho. Por la noche se acercó a los aposentos de su hermana y
le solicitó que le permitiera conversar con ella. Naoko accedió con el requisito
de estar presente, y así fue aceptado. Cuando estuvieron los tres juntos, Yoshiro
preguntó sin más rodeos a la tímida Xiao qué le había querido decir con aquella
frase. Ésta fue la respuesta:
-Yoshiro-sama:
vuestro corazón sólo es un recuerdo de lo que una vez fue. Para que vuelva a
recobrar la vida, como una flor, debe olvidar; porque lo que se olvida
desaparece.
El
joven permaneció unos segundos en silencio, reflexionando. Finalmente contestó:
-Dices
eso, porque no sabes lo que siento. La flor seca es sólo un triste recuerdo,
pero aunque la vuelvas a plantar, jamás volverá a florecer. Del mismo modo es
inútil que me olvide, pues es quizás lo único que hace que mi corazón apenas
siga vivo. Si olvidara, como tú dices, lo mataría, y, como la flor, jamás volvería
a estar vivo.
-
Vuestro corazón mi señor, no es la flor - se apresuró ella a responder-, sino
la tierra que lo cría. Vuestros sentimientos son las flores. Cuando la tierra
pierde su fuerza, hay que dejarla descansar, quitando las malas hierbas. Con el
tiempo, volverá a ser rica, y de ella surgirán nuevos y hermosos sentimientos
como flores. Pero si las malas hierbas no se matan, la tierra nunca recobrará
su fuerza. Es por eso que debes olvidar, mi amo.
Quedó
el joven príncipe muy agradado por la respuesta de la joven sierva, y fue de
ésta manera, cómo el muchacho, su hermana y la esclava, comenzaron a reunirse
todas las noches que quedaban antes de su viaje, en los aposentos de la
princesa, lejos de los ojos y los oídos de quienes hubieran podido encontrar
inapropiadas esas reuniones.
Los
meses pasaron, y Yoshiro sintió, por primera vez en su vida, la calidez de una
amistad. Y eso le ayudó mucho, devolvió algo de paz a su corazón, y se
reconfortó sabiendo que aún no estaba tan muerto como para no poder volver a
alegrarse de la compañía de una mujer, aunque fuera de la misma raza que la que
tan certeramente le dañó. Paso a paso comenzó el largo camino de sobreponerse a
su dolor, aunque aún estaba lejos, muy lejos, de recuperarse.
Por
desgracia el tiempo transcurrió inexorable en su camino, y finalmente llegó el
momento en que hubo de partir. Con tristeza, Yoshiro se despidió con una larga
mirada a toda su intranquila corte, todos con las frentes tocando el suelo, con
la excepción de su padre. En silencio, ante la vista de todos, el joven dio
media vuelta y se marchó. Poco a poco todos fueron incorporándose para observar
con inquietud cómo la figura de quien sus destinos dependerían en un futuro
próximo, se iba alejando hasta desaparecer.
Xiao,
con su pequeño cuerpo temblando sin que nadie -salvo Naoko- pudiera percibirlo,
sintió cómo una parte de ella se iba también.
-III-
(Kohai-Sempai)
Conforme
a los requisitos de su padre, con el cabello ya crecido, y sin sus sables, Yoshiro
partió hacia las lejanas montañas de Nagano, al norte de la gran llanura del
Kwanto. En su largo camino a pie, el joven, disfrazado de campesino, conoció el
hambre y la guerra, fruto de la constante lucha por el shogunato entre los
daimíos. Muerte y dolor hicieron que sus ojos se secaran, que su corazón se
endureciera y enfriara aún más.
Cuando llegó a las montañas, comenzó la búsqueda del ermitaño, tarea que fue dura y difícil en extremo. Finalmente, tras semanas de vagabundear bajo las duras condiciones de la zona, supo que se refugiaba en una cueva, y allí se encaminó. Cuando por fin logró encontrarla, no pudo evitar su sorpresa al encontrar a un anciano meditando frente a dos humeantes tazas de té verde. El viejo era de corta estatura. Su cabeza estaba rapada, y tan sólo los blancos pelos de su barba y bigote denotaron su edad, ya que su aspecto era extraordinario para los años que se suponía que tenía.
Sus
ojos permanecieron cerrados a la par que ordenó:
-Siéntate.
Te estaba esperando.
Yoshiro,
sorprendido, obedeció, y, cuando extrañado, le preguntó cómo sabía que iba a
llegar y cuándo, el viejo, simplemente, no le contestó. Permanecieron en
silencio durante largo rato. El anciano continuaba sin abrir los ojos. Yoshiro,
agotado y con el polvo del camino en su garganta, miraba deseoso la pequeña
taza de té, aunque no se atrevía a tocarla, por respeto a su anfitrión. Mas,
como el hombre no parecía dispuesto a iniciar el rito, la sed y la fatiga
acabaron imponiéndose, y en un impulso, el joven alargó la mano hacia la
bebida. Antes siquiera de que llegara a tocarla, el maestro, que continuaba con
los ojos cerrados, exclamó:
-No
me importa que seas un príncipe, jovencito. En mi hogar, el egoísmo sobra y
habrás de dejarlo fuera, junto a la impaciencia. Beberás cuando yo decida que
lo hagas, y no antes.
El
orgullo del príncipe le sobrepasó. Los meses de privaciones y desesperación se
agolparon en su corazón y la sangre de sus venas comenzó a hervir. Con
insolencia, se levantó y le contestó:
-¡No
he venido para aguantar las tonterías de ningún viejo loco. No he de
obedecerte, porque no eres nadie! ¡Y si estar contigo era el requisito impuesto
por mi padre, pronto se encontrará con que carece de heredero para ocupar su
puesto!
En
ese momento, el anciano simplemente abrió los ojos. Poseía tal fuerza en su
mirada, que Yoshiro, automáticamente perdió su altivez y su gallardía, y mudo,
se volvió a sentar obedientemente.
Por
fin, tras unos minutos más, el viejo decidió que era el momento de saborear el
té. Con un gesto permitió que el joven también bebiera. Le observó sonriente, y
al fin habló:
-Joven
Yoshiro. Eres orgulloso. El orgullo es útil, pues nos salvaguarda del daño, a
la par que nos permite seguir la senda del honor, mas en muchas ocasiones suele
provenir de una falta de seguridad en uno mismo. ¿Cual crees tú que es la razón
de esto?
El joven, enojado, respondió:
El joven, enojado, respondió:
-Ignoro
de qué me hablas. Dudo que posea esa falta de confianza en mí mismo. Mírame:
¿Por qué habría de poseerla? Soy hermoso. Puedo escoger entre las más bellas
mujeres y desposarme con la que yo quiera. Soy rico, joven, sano. Me han
educado los mejores maestros, y no me considero idiota. ¿Cual, pues habría de
ser la razón?
El
anciano bebió un pequeño sorbo más, y sin mirarle a los ojos, le contestó:
-Tengo
muchos años. La edad es como una escalera. Cuanto más viejo eres, desde más
altura observas todo. Con el tiempo que llevo viviendo, veo a la gente como tú
ves a las hormigas.
Y,
jovencito, cuando las cosas se ven desde arriba, nada tapa la vista, y lo sabes
todo, como las estrellas saben todo sobre los hombres, pues nos llevan
observando desde que nuestra madre, Amaterasu no kami[5],
las dispuso allí con ese fin. Del mismo modo, es fácil leer en
ti como en un libro. Y tus ojos, que son las letras de ese libro,
me dicen que no te amas. Te lo pregunto de nuevo: ¿Por qué es esto?
Entonces
se quedó mirando fijamente al príncipe, que, incapaz de retener la mirada, la
bajó, humillando.
Tras
un largo rato de silencio dijo por fin:
-¿Qué
más da? Ya pasó.
-¿Sabes
qué es un elefante? -El muchacho negó con la cabeza-. Es un animal extrañísimo,
que tiene dos colas, una en la cara, y grandes cuernos hacia abajo. Vive en un
país mucho, muchísimo más al oeste que la China, y es el animal más grande y pesado que
hayas visto nunca. Pues bien, cuando un elefante pisa, deja una huella enorme.
Y esa huella, cuando llueve, se convierte en un charco, y en ese charco nacen
crías de ranas, y gracias a ese agua, crecen y se convierten en grandes ranas.
-El
muchacho hizo un gesto de no entender nada-. Si el elefante no hubiera pisado,
esas ranitas no hubieran nacido, y, aunque la enorme bestia jamás soñó que su
pie sirviera para que nuevas vidas nacieran, ésta es la consecuencia
insospechada de su andar.
Del
mismo modo, los actos que te han afectado en el pasado no desaparecen, si no
que permanecen como huellas, cuyas consecuencias son imprevisibles años más
tarde. Por supuesto no todas las cosas que te suceden en la vida te afectan de
esa manera, pero, del mismo modo, no todas las pisadas de los elefantes, se
convierten en hogar de unos renacuajos. Las que importan son las que sí.
Dices
que tienes a todas las jóvenes hermosas que desees, pero, a pesar de tu edad,
todavía no te has desposado. Por otra parte, las personas orgullosas tienen
mucho corazón, ya que éste es su motor, y a quien tiene un gran corazón, las
cuestiones con él relacionadas le afectan el doble... y mi experiencia me dice
que el asunto del corazón más capaz de destrozar a un hombre es una mujer. ¿Es
acaso ésta la razón?-
Yoshiro,
con la mirada fija en el suelo, asintió en silencio.
-Bien,
pues cuéntame la historia...
El
joven hizo un gesto silencioso de protesta, y luego comenzó a hablar con
desgana.
-Verá,
yo, como ya he dicho, siempre dispuse de toda mujer que yo quisiera. Sin
embargo, nunca me interesó ninguna de ellas, ya que yo sabía perfectamente que
no eran verdaderas esposas, sino tratados políticos de nuestros padres, y, en
los peores casos, mujeres que sólo estaban alumbradas por mi poder. Así era
imposible que yo me enamorara, pues ninguna tenía los requisitos que yo
necesitaba. Y yo deseaba conocer el amor, pues siempre consideré que era el
sentimiento más puro y hermoso del que eran capaces los hombres.
Sin
embargo, cuando -y con quien menos me esperaba- finalmente mi corazón se abrió
al amor. Por desgracia, con una persona prohibida, una a quien yo nunca podría
colmar de felicidad. Apenas la conocía, ¡pero era tan hermosa! Sus ojos eran
dos fuegos que me hechizaban. Sus dientes, blancos como las eternas nieves del
Fujiyama, eran ocultados por las dos serpientes de grana de sus labios.-Aquí el
joven se detuvo, como deleitándose en sus recuerdos.- En fin… finalmente,
fui alentado por una persona muy cercana a mí para que hablara con ella. Y la
maldita bruja engañosa, se valió para confundirme completamente romperme el
corazón, burlándose de mí y maldiciendo a mi estirpe.-
Y
a continuación quedó en completo silencio. El viejo, que había permanecido
totalmente callado, preguntó:
-¿Qué
sucedió con ella?
-Lo
ignoro. Supongo que fue muerta, pues era una esclava china.
-¿Por
qué te afectó tanto?
-¿Bromea?
¡Rompió mi corazón y mis ilusiones!¡ Me dejó en vergüenza y me maldijo! ¡Y todo
cuando yo, lo único que quería era colmarla de besos y de amor!
-¿No
has encontrado a otra mujer a quien puedas amar?
El
joven negó silenciosamente con la cabeza.
-¿Cual
es la razón?
-Simplemente
no quiero. Odio a las mujeres, y no quiero seguir teniendo contacto con su
sexo. Además temo que, pese a todo, no la he conseguido olvidar completamente,
pues toda mujer a quien miro, es inmediatamente comparada, y, en la
comparación, sale perdiendo.
-Sin
embargo, los seres humanos somos como aquellos animales que viven en manada, y
necesitamos la aceptación y el calor de otras personas, y en especial, de las
personas de sexo contrario. Sé que tu madre murió hace años, así que... ¿qué
contacto tienes con las mujeres? ¿Tienes amigas?
-Tengo
a mi hermana Naoko. Ella se porta muy bien conmigo, me escucha y me comprende.
-Pero
Naoko es tu hermana. ¿No tienes ninguna amiga?
-Bueno,
hasta ahora no, sin embargo, antes de venir hacia aquí, estaba empezando a
tener algo similar a una amistad.
-¿Con
quién?
-Irónicamente,
con la compañera de esa bruja; otra sirvienta de mi hermana. Sin embargo ella
es completamente distinta.
-¿No
es hermosa?
-
Sí lo es, pero no es lo que me llama la atención de ella. Curiosamente es lo
menos importante. Me atrae su carácter, y la sabiduría con que me hace ver las
cosas...
-¿Ella
te gusta?
-No.
Con ella, por ahora, sólo quiero tener el contacto que hemos venido llevando.
Yo ya no confío en ninguna mujer, y prefiero no mezclarme en sus asuntos.
-Pero,
sin embargo, me dices que ella es distinta a las demás. Si ello es cierto, ¿qué
has de temer?
-Sí,
ella es distinta, pero no es ahí donde está el problema, sino en mi corazón.
¿Cómo podría juntarme a una persona sin estar plenamente enamorado de ella?
Sufriría yo, y le haría sufrir a ella.
-Mira
joven Yoshiro. Hay dos formas de entrar en un castillo. Todo el mundo quiere
entrar por la puerta principal. Eso significa entrar como un señor, con
atenciones y lujo. La otra manera es entrar como un sirviente por la puerta
pequeña. El camino es más largo y fatigoso, y requiere mucho más esfuerzo. Pero
recuerda que hasta el más humilde de los sirvientes puede acabar convirtiéndose
en señor. Y en ambos casos el resultado es el mismo. Acabas estando dentro del
castillo.
Si
te unes a una mujer, tú quieres que la otra persona se vuelque contigo como si
fueras un verdadero señor. Sin embargo la labor del sirviente es mucho más
importante que la de aquél. Sin la labor del sirviente nada hay. En el amor,
has de ser como el sirviente, y construir a partir de tu esfuerzo, no dedicarte
tan sólo a disfrutar de los frutos del esfuerzo del otro. En todo caso,
deberías plantearte, que la única manera que tienes de enamorarte, es dándote
la oportunidad de hacerlo. Lejos de las mujeres, jamás podrás volver a sentir
el amor.-
Yoshiro
se quedó en silencio durante unos minutos. Por fin, el maestro le interrumpió.
-Ayúdame
a ayudarte. ¿En qué estás pensando?
-En
la joven de la que hablábamos. Hace unos meses me regaló esto.-Abrió su
hatillo, y de allí extrajo una flor cuidadosamente envuelta.- Cuando me la
regaló me dijo unas palabras similares a las vuestras.
Con
cuidado depositó la seca flor sobre la mesita de cerezo. El maestro la miró, le
dedicó una sonrisa y le confió:
-Joven
Yoshiro. Aún nos queda un largo camino por recorrer...
-IV-
(el mensajero)
Transcurrió
una estación desde que el príncipe llegó a la residencia del viejo. Desde
entonces, durante innumerables conversaciones, la rosa había permanecido en la
misma mesa, quizá como un símbolo extraño, como una pieza de museo, destinada a
ser contemplada desde un sitio asignado, sin que nadie se atreviera a moverla
de ahí.
Una
mañana, como todas, el joven, había terminado de realizar sus labores y se
preparaba para jugar una partida de ajedrez con su sempai. A él le encantaba
realizar continuas metáforas entre la vida y el juego.
Una
de sus favoritas era que, lo más hermoso del ajedrez, es que al terminar la
partida, el rey y el peón volvían a la misma caja.
A
Yoshiro nunca cesaba de sorprenderle su maestro, ese hombrecillo que disfrutaba
confundiéndole con enigmáticas frases. Sin embargo, aún no sabía si le admiraba
o le odiaba, pues le hacía trabajar como un esclavo, y la sangre azul del
príncipe, hervía de rabia cada vez que limpiaba y relimpiaba los escasos
enseres y muebles que el anciano había instalado dentro de su acogedora cueva.
Ese
día, sin embargo, Yoshiro se encontraba de excelente humor. Los últimos días de
otoño estaban siendo preciosos, con su abrumadora paleta de tonos rojos, ocres
y amarillos, y esa mañana, había caído la primera nevada del invierno. A Yoshiro
le costaba aceptar que en pocos meses haría un año desde que abandonó su hogar.
Se encontraba sumido en sus pensamientos cuando, mientras colocaban las piezas
en el tablero, apareció súbitamente una figura. Llevaba el emblema de mensajero
de su padre.
El
hombre, como la costumbre obligaba, se arrodilló, y sin levantar la cabeza
comenzó a hablar:
-Yoshiro-sama,
hijo de Hagamasha, daimío de Shimane y jefe de la familia de los Kubawara.
¡Traigo malas noticias para ti! Tu padre cayó gravemente enfermo. Está
muriéndose. Tu hermana Naoko-sama asumió temporalmente, hasta tu regreso, los
poderes feudales, pero el pueblo está profundamente descontento. Está a punto
de alzarse en rebelión.
-¡Qué
dices! ¡No puede ser! -Exclamó el joven azorado.
-Eso
no es todo señor. Se ha declarado la guerra contra China. Todos los demás
daimíos están organizando tropas por orden del Taiko, y exigen tu ayuda. ¡Debes
volver inmediatamente, señor!
Yoshiro
dio varios pasos hacia atrás con los ojos completamente desorbitados. En pocos
segundos había pasado de una existencia pacífica, a tener que enfrentarse con
una guerra y a aceptar un poder que no se sentía capacitado para tomar… Confuso
balbuceó:
-No
estoy preparado...
Al
oír estas palabras, Yamagata, que había permanecido en silencio, explotó:
-¡Joven
señor! ¡Ha llegado el momento de que asumas tu verdadera esencia! ¡Eres un
hombre, un guerrero! ¡Debes luchar contra nuestros enemigos, y lo debes hacer
con honor y con valentía! ¡No quiero verte dudar! ¡Parte inmediatamente! Pero
recuerda: tu aprendizaje aún no ha terminado. ¡Enfréntate a tu destino y luego
regresa!
-¡No
puedo! ¡Aún no!
-¡¡Sí
puedes!!-Y mientras le entregaba su petate- ¡Márchate y vuelve hecho un hombre!
Yoshiro
salió a trompicones de la cueva y montó en el caballo que el mensajero había
traído para él, mientras el viejo les miraba hasta perderles de vista. Cuando
volvió a entrar, con el ceño fruncido y evidente gesto de preocupación, vio en
la mesa un tablero de ajedrez con las piezas ordenadas y la flor seca.
Al pasar junto a él, con un leve movimiento de mano derribó la figura
del rey blanco.
-V-
(la guerra)
Yoshiro
y su siervo cabalgaron durante días, tomando caballos de refresco y parando lo
justo para descansar. El ambiente era completamente distinto. Olía a guerra por
todas partes. El pueblo estaba tremendamente nervioso y corrían rumores de que
había habido incursiones chinas en numerosos puntos de la costa oeste. Las
noticias eran muy malas, pues el castillo del feudo estaba muy próximo al mar,
y era uno de los posibles puntos de ataque. El nuevo daimío debía apresurarse.
Por
fin, tras varias jornadas de viaje a marcha forzada, el joven llegó a su
provincia. Durante todo el trayecto, el muchacho apenas había dicho palabra.
Estaba visiblemente asustado y se debatía en terribles luchas internas.
Verdaderamente
se veía sobrepasado por las circunstancias.
Dentro
de su territorio no encontraron un alma. Las aldeas estaban vacías, y la nieve
dificultaba mucho su avance. No obstante, redoblaron esfuerzos para llegar al
castillo. Cuando lo vieron, sus corazones ennegrecieron.
Efectivamente,
el palacio había sido atacado. Se veían signos de lucha por todas partes,
aunque, afortunadamente, allí si quedaba gente. Un grupo de soldados se cuadraron
al verle aparecer, y corearon su nombre al unísono.
Yoshiro
se apeó del caballo y se dirigió como loco al interior del castillo, hacia las
estancias personales. Le intentaron sujetar varios hombres, y, mientras se
peleaba por zafarse, los soldados le explicaron que su padre falleció poco
antes del ataque, y que su hermana le esperaba. Con rabia, ordenó que le
soltaran.
Yoshiro
corrió por los pasillos. Estaban llenos de heridos malamente acomodados,
mientras unas pocas mujeres les atendían como podían. Cuando llegó a la
estancia principal, quedó sobrecogido.
La
enorme sala se encontraba prácticamente a oscuras, y sumida en un profundo
silencio. En el centro, de rodillas, se encontraba Naoko llorando amargamente.
Sus cabellos despeinados, caían caóticamente sobre su kimono sucio y roto.
Cuando le vio, se levantó y se abrazaron entre lágrimas. Yoshiro, cada vez más
compungido, le preguntó qué había sucedido. Naoko, entre sollozos, le
respondió:
-Hace
un mes, nuestro padre enfermó gravemente. Coincidió con que China nos declaró
la guerra. Mandé rápidamente a un mensajero a por ti, y mientras, intenté
asumir el mando. Pero nací mujer, y el pueblo estaba profundamente descontento
de que el heredero no estuviera en palacio. Todos los demás daimíos estaban
organizando sus ejércitos, pero yo tuve que mandar a nuestras tropas al
interior de la provincia para que aplacaran a la chusma. Fue entonces cuando
nos atacaron.
Varios
barcos chinos desembarcaron en la costa, y sitiaron el castillo, que estaba
casi desprotegido. La lucha duró poco. Nos rendimos y caímos prisioneros.
Libraron a nuestros siervos chinos, incluida Xiao, que no me quería abandonar,
Buddha la bendiga. Yo misma fui apresada. Afortunadamente nuestros soldados,
llevados por el general Miyagi, quien pidió ayuda a Katsumi-sama, el daimío de
los Sannomiya, vinieron a salvarnos, junto a los refuerzos solicitados. Los
chinos huyeron, pero han matado a muchos de los nuestros. Yo me salvé de
milagro pues iban a ejecutarme. Intentaron usarme como moneda de cambio para
huir, pero mientras atacaban nuestros samuráis, Chiyoko, una de nuestras
siervas, dio valerosamente su vida abalanzándose sobre el perro chino que me
sujetaba. Al clavarle su espada en el pecho, logré zafarme y salí corriendo. Y
ya no tuvieron tiempo de correr tras de mí.
Yoshiro
se quedó mirándola como atravesándola con los ojos.
-¿Te
tocaron?
Naoko
intentó aguantarle la mirada con ojos nublados por las lágrimas, pero
finalmente no pudo resistir más y rompió a llorar amargamente. Yoshiro sintió
cómo un velo rojo de furia le iba cubriendo la mirada. Como un perro loco
comenzó a gritar:
-¡Malditos
hijos de mala madre! ¡Voy a matarlos a todos!
Desenvainó
su sable y sacudió un fuerte golpe a una gruesa viga de madera, con tal furia
que ya no consiguió recuperarlo, pues quedó prendado. Se dio la vuelta y con
ojos desorbitados ordenó a su hermana que terminara el relato. Ella con voz
débil prosiguió:
-Las
gentes de nuestra provincia huyeron, aunque ya he mandado a soldados para que
les hagan volver. Todos los demás daimíos han fletado sus barcos y te esperan
en la isla de Nishinoshima para que te unas con ellos. ¡Ahora tú eres el señor!
Yoshiro
al oír estas palabras, reunió fuerzas, y tirando con brutalidad de su sable,
consiguió desprenderlo de la madera en la que se había quedado atrapado. Se dio
cuenta de que sus miedos habían desaparecido. Decidió partir en cuanto
estuvieran sus hombres. Si debía ir a la guerra, lo haría con todas las
consecuencias.
Todos
los preparativos estaban casi dispuestos, así que en cuanto regresó el resto de
sus hombres, mandó hacer una leva en masa, y juntó un gran ejército. Embarcaron
en todos sus buques y partieron hacia la pequeña Nishinoshima, donde les
esperaba el resto de la flota.
Un
total de 1073 buques de guerra llegaron a la costa china zarpando desde la
isla. Un ejército de 150.000 hombres fue la primera oleada de ataque de Japón
contra su enorme vecino.
China,
cuya gigantesca superficie de costa no podía ser cubierta firmemente, no pudo
evitar la penetración japonesa en su interior. Tras una pequeña batalla, los
nipones crearon un sólido asentamiento en territorio enemigo.
Inferiores
en armamento y tácticas, las rudimentarias vías de comunicación chinas, no
permitieron organizar un ejército lo suficientemente grande como para frenar el
avance en su propio territorio. Y los japoneses, sedientos de venganza, se
dedicaron al pillaje y asalto de toda población a su paso, dejándola reducida a
cenizas.
La
crudeza de la guerra fue venciendo poco a poco al joven daimío, en quien iba
aumentando cada vez más el odio a China y sus gentes. El horror de la sangre y
la muerte, fueron llenando un corazón vacío de ternura y de sentimientos puros.
En él se desarrollaba otra guerra: una cruda batalla entre un ser bondadoso que
ansiaba el amor, y un guerrero solitario que buscaba tanto la muerte de los
demás como la suya propia.
Pronto
fue conocido por su temeridad. En la batalla de Tsiman-penn, el inestable joven
cargó, al frente de sus hombres contra las filas enemigas, montando un desbocado
corcel, mientras abría los dos brazos de par en par, gritando a pleno pulmón y
mirando al cielo, con una lluvia de flechas silbando a su alrededor.
Sólo
la más ciega fortuna había permitido que siguiera vivo.
Sus
propios hombres comenzaron a desconfiar de su amo, ya que es peligroso seguir
al que busca su propia muerte. Ya era conocido entre todos los generales y
almirantes japoneses por ser el único señor que cargaba en las batallas junto a
sus hombres, en vez de observarlas desde la lejanía. Esto dejaba a los demás
daimíos en una incómoda posición, a la par que agrandaba su fama de loco.
Pasaron
muchas lunas, y por desgracia para los nipones, el amplio número de victorias
les provocó un exceso de confianza, ya que se creyeron invencibles, al considerar
a su enemigo incapaz de organizarse.
Pronto
se darían cuenta de que se equivocaban.
Una
mañana, los almirantes decidieron atacar un poblado en donde se pensaba
encontrarían cierta resistencia. Yoshiro fue, como siempre, quien se ofreció
para llevar a cabo el golpe de mano. Nadie se sorprendió de ver al joven daimío
loco ofreciéndose voluntario, y algunos de ellos vieron, incluso una
oportunidad para que Buddha le acogiera en su seno de una vez por todas. Así
pues no hubo ninguna objeción.
Por
tanto, como de costumbre, Yoshiro partió hacia el poblado con un número grande
de hombres, dispuestos a no dejar piedra sobre piedra. La batalla fue terrible.
Todos los jinetes despedazaron la débil resistencia del poblado, y comenzaron a
penetrar en las casas para asesinar y robar. En una de ellas, Yoshiro desmontó
de su corcel y derribó la puerta de una patada. En la estancia, en penumbra, se
encontró de repente con un hombre que le atacaba con una espada. Los rápidos
reflejos del que está a punto de morir fueron lo único que le permitieron
esquivar la mortal estocada.
La
mano de cada uno agarró el brazo armado del otro. Los ojos se encontraron con
furia mientras forcejeaban. El almizclado olor a sudor se sumó al del miedo.
Los dos hombres cayeron y rodaron por el suelo mientras seguían peleando. Los
pocos muebles de la estancia se quebraron como si fueran de paja ante el ímpetu
de los dos asesinos. Las sienes de Yoshiro latían furiosamente mientras veía
con horror, a través del casco, que las fuerzas del otro iban venciendo las
suyas propias. Cuando la espada iba ya a segar su cuello, el joven giró
violentamente y consiguió desequilibrar al enemigo, que cayó al suelo. Yoshiro
fue más rápido y logró hundir profundamente su sable en la espalda de su
oponente.
Se
quedó horrorizado, empapado en sangre y en sudor, mirando a su enemigo mientras
caía de rodillas al suelo, agotado. Nunca había matado a sangre fría. Era una
sensación completamente distinta a hacerlo en la batalla.
De
repente oyó un ruido a su espalda, y se dio la vuelta justo a tiempo para
detener una daga que caía sobre él. Cuando ya pensaba que no tenía fuerzas como
para seguir luchando, se dio cuenta de que su enemigo era una mujer encapuchada
y que la dominaba fácilmente. Con fuerza, la tiró al suelo, y cuando le arrancó
la capucha se quedó estupefacto:
Era
Xiao.
No
se puede describir con facilidad la enormidad de los sentimientos que
atravesaron la mente del joven señor. Sólo cuando vio reflejada la extrañeza en
los ojos de la mujer, acertó a quitarse el yelmo de guerra. Cuando ella vio su
rostro, se sintió igualmente sobrepasada.
Los
dos se quedaron de rodillas mirándose fijamente. Fue entonces cuando Yoshiro se
dio cuenta de tres cosas. De lo absurda que era su vida, de lo que esa chica
significaba para él, y de que se sentía desnudo, como aquella noche, años
atrás. Perplejo, rompió a llorar, seguido inmediatamente de ella mientras se
abrazaban con pasión. Todo parecía tan terrible y tan inútil... La guerra, la
muerte, el dolor. Todo aquello le dio miedo, y todo aquello se vio sobrepasado
por el abrazo cariñoso de un ser querido, de una mujer con quien, en aquellos
momentos compartía todo. Se sentía completamente comprendido, comunicado. En
esos instantes, eran simplemente piel contra piel, un hombre contra una mujer...
Cuando,
tras un largo rato recobraron conciencia de dónde estaban, volvieron a oír
gritos de guerra y de dolor. Cuando se asomaron, vieron cómo los japoneses
estaban siendo exterminados por un enorme ejército chino que les había tendido
una trampa.
Estaban
rodeados, no podían huir y los chinos se dirigían hacia allí...
-VI-
(la huída)
Yoshiro
dudó, pues con la razón había recuperado el miedo, y éste ahora le dominaba.
Ahora había encontrado una razón para vivir. Xiao, como si pudiera leer en él
como en un libro, le cogió de la mano, y le llevó a una pequeña despensa, a la
que se descendía a través de una trampilla en el suelo, y allí se escondieron
los dos a oscuras, abrazados.
Y
allí, en la penumbra, los labios se encontraron. Tiernamente al principio;
apasionadamente después.
Yoshiro,
en la guerra, había conocido otras mujeres, la mayoría oiran, prostitutas, y ya sabía cual era su tacto. Sin embargo,
descubrió que en aquella ocasión todo era muy distinto...
En
ese pequeño cubículo, conoció la diferencia entre los instintos y los
sentimientos, y sobre todo, la diferencia entre alguien que le besaba por
obligación, y alguien que deseaba hacerlo, alguien que le amaba. Y aquella nueva
experiencia le gustó.
Esa
mañana, Yoshiro, por primera vez en su vida, vio una luz a la que acudir. Y
Xiao, por primera vez en su vida, fue feliz.
Ambos,
juntos, abrazados, permanecieron en la oscuridad de la despensa durante varias
horas. Oyeron ruidos arriba. Habían entrado en la casa. Pero afortunadamente,
no estaban buscando a nadie, así que encontraron el cadáver, le arrastraron
fuera, y se marcharon, mientras ellos, aterrados y en completo silencio,
aguardaron a que se alejaran.
Cuando
se atrevieron a asomarse, ya se había hecho de noche, y la aldea parecía
completamente desierta. No obstante, por precaución, decidieron permanecer
escondidos hasta que amaneciera. Comieron algo, tapados bajo una manta y a la
tímida luz de un candil que se atrevieron a encender. Estaban muy cariñosos el
uno con el otro. Cuando terminaron de cenar, se quedaron mirándose a los ojos.
En los de Xiao, un brillo; en los de Yoshiro, una duda.
Con
lentitud, Xiao ayudó al joven a desprenderse de la pesada armadura. Con
terneza, besó al joven para tranquilizarle, pues su turbia mirada, denotaba una
lucha interna. Yoshiro se estaba enfrentando a sus miedos.
El
joven vaciló. El suave tacto de la chica y su necesidad de cariño le instaban a
dejarse llevar, pero un oscuro fantasma pesaba sobre él. El terror de revivir
su pasado y la confusión de sus sentidos le ponían freno. Su respiración era
agitada. Los recuerdos y los odios creados le acuchillaban el corazón.
En
contrapartida, Xiao, parecía darse cuenta de todo, y su delicadeza y lentitud
eran absolutas. Parecía que, al hacer las cosas de esa manera, subrayaba el
hecho de que no ocurriría nada si él no deseaba que ocurriera. Y fue, quizás,
eso, lo que decidió al joven muchacho a arriesgarse a que le arrancaran el
corazón por segunda vez.
Con
una profunda inspiración, Yoshiro cerró los ojos y se dejó llevar. El imperio
de los sentidos se cernía sobre él. Con la respiración entrecortada, sentía las
suaves manos de Xiao despojándolo de sus prendas mientras le acariciaba. Poco a
poco, aunque aún rechazaba el contacto, se iba haciendo a la situación. Cuando
por fin abrió los ojos, el brillo intenso en los de la chica, le hizo decidirse
del todo. Había llegado su momento. Con el temblor del miedo de una
adolescencia tardía, que había permanecido latente, olvidada, comenzó a
acariciar el pelo de la joven. A ella, afortunadamente, se la veía tan
nerviosa, como lo estaba él. Con una mano comenzó a desnudarla, mientras la
chica le besaba amorosamente la otra. -¡Qué distinto es el cuerpo de una mujer
cuando lo miras con los ojos del corazón!- asombrado pensó.
Cada
curva de su cuerpo era exquisita. El tacto de sus pechos era reconfortante, el
rubor de sus mejillas, adorable. ¡Qué maravillosa sensación la de ver cómo,
cada uno vence su temor poco a poco, en esa excitante mezcla de vergüenza y
deseo! ¡Qué increíble delirio el de notar en tus labios un corazón que
sabes que está dedicándote cada latido de su vida! ¿Qué deliciosamente delicado
es el pudor con el que tratas de ocultar lo que en el fondo deseas entregar!
Cada beso, una poesía, cada caricia, un beso... ¡Sublime momento en el que te
sientes verdaderamente uno con la otra persona; cuando vibras con el ritmo del
aliento del otro!
Con
suavidad, desnudos, mostrándose por completo el uno al otro, ella llevó su
virilidad a la entrada de su cuerpo y de su alma. Un instante de duda reflejado
en los ojos de ambos, tan entornados que no se acertaba a distinguir las
pupilas del otro entre la muralla de pestañas. Un leve gemido que surge de una
boca entreabierta cuando los cuerpos se hacen uno, una mano que se clava en la
espalda del otro, símbolo de la fuerza de las sensaciones. Repentinamente,
ambos ya eran un sólo ser con un fin único: la felicidad del otro.
El
movimiento, lento y suave al principio, va en crescendo, mientras ambos se
cubren a besos al ritmo de una respiración que alimenta a unos corazones
jóvenes. La presión de una mano sobre el hombro del otro, como marcando una
cadencia deseada El vaho de dos alientos que se confunden, el aroma de
dos cuerpos que se unen, el latir de los corazones de quienes están entregando
su más preciado tesoro, su esencia, lo más especial y maravilloso que tienen, a
la otra persona. La fervorosa excitación que produce percibir que el otro va
elevándose gracias a tu amor y a tu esfuerzo. Sentir que se abandona a ti, que
se entrega, se hace tuya en la completa confianza que le da tu abrazo. Esa
vorágine de fantasías que va creciendo, completándose, mientras se va perdiendo
conciencia de todo aquello que es ajeno a ellos; sintiendo cómo la sangre corre
por las venas, sintiendo que uno está vivo; que es feliz.
Por
fin el momento crucial, la espiral de emociones, de sensaciones, que giran, se
retuercen, se elevan, vuelan, cruzan la etérea inmensidad, cambiando, mutando,
latiendo, agolpándose, confundiendo los sentidos, anulando la razón,
arrastrando a la consciencia a una vorágine de colores, sonidos,
sabores...objetos de lo sensible, alimento de los sentidos. La culminación en
fin, en un éxtasis de felicidad, entre cuyas dulces nieblas, apenas se logra
distinguir a tu otro yo que susurra tu nombre a tu oído. El aire que se exhala,
el corazón que late aún furioso, la relajación, el abrazo caliente de la otra
persona, y saber que lo único que se desea es que el otro se duerma en tus
brazos, símbolo máximo de la confianza, y observar y velar durante horas su
sueño.
La
mañana siguiente era clara y brillante, aunque fría. Yoshiro, vestido con ropas
chinas, y su afeitada cabeza samurai tapada, se enfrentaba a un destino
terrible. Tendría que llegar a las filas de sus compatriotas a través de
territorio enemigo, en compañía de una mujer de una raza a la que había llegado
a odiar.
Por
otra parte, Xiao debía decidirse a renunciar a los suyos para acompañar a un
hombre de una raza a la que había llegado a amar.
Triste
destino para ambos, únicamente fomentado por un lazo mucho más fácil de romper
de lo que parecía.
Trazaron
un plan. Él, camuflado con las vestimentas, se haría pasar por el hermano mudo
de la chica. En una situación de guerra como la que había, si tenían suerte,
nadie repararía en ellos. Avanzarían hacia el Este, procurando evitar las
poblaciones, y calculaban que, para el tercer día, llegarían a su destino.
En
la segunda jornada, llegaron a un camino en el que se encontraron con unos
campesinos que estaban celebrando algo. Recibieron muy malas noticias para el
joven: los chinos habían organizado un gran ejército, que se dividió en varios
grupos que, como el que atacó la aldea, habían mermado las confiadas fuerzas
japonesas. En un último gran ataque habían vencido definitivamente a éstos, que
se habían retirado hacia el mar y estaban zarpando hacia su país. La guerra
había terminado.
Esto
dificultaba muchísimo sus planes. Ahora debían recorrer cientos de millas a
través de un país hostil, donde si les descubrían, les matarían. Ciertamente
era descorazonador.
Por
si fuera poco, su relación tampoco iba nada bien. Yoshiro cada vez estaba más
silencioso y taciturno, y se mostraba menos cariñoso con ella. Xiao intentaba
hablar con él, pues sufría enormemente, pero era en vano, pues Yoshiro se había
acostumbrado a guardar sus sentimientos, ya que esa es, siempre, la manera más
fácil de evitar que te hagan daño.
Ella
sabía que algo no iba bien. Cometió el error de creer que, desde que él la
aceptó, los mayores problemas habían sido solucionados. Por supuesto sabía que
aún tenía que vencer muchos obstáculos, pero pensaba que si él había unido su
vida a ella, lo demás era, simplemente, cuestión de tiempo. Además consideraba
que solucionar desde dentro la relación era mucho más fácil que desde fuera.
Ahora sabía que se había equivocado.
Yoshiro,
por otro lado ponía mucho de su parte, aunque esto no tranquilizaba a Xiao,
pues consideraba que era, de algún modo "forzado". En el fondo,
también él estaba sufriendo mucho. Llevaba toda su vida soñando con vivir una
historia como la que tenía, y ahora, sin embargo, no se sentía nada feliz con
ello. Le preocupaba tremendamente la sensación de que no estaba enamorado de
ella. Aunque fuera, quizás, debido al daño que le habían hecho, lo cierto es
que no podía permitir que una persona se ilusionara con su persona mientras él
no pudiera entregarle todo. Por supuesto que Xiao le gustaba, y tenía fuertes
sentimientos hacia ella, pero... o bien no eran lo suficientemente poderosos, o
no eran sentimientos relacionados con el amor.
Y
lo que era aún peor: la situación se le estaba escapando de las manos. Se
enfrentaban a un largo y difícil camino, y él sabía que le acompañaba una
persona ilusionada, con fuertes sentimientos, que le pedía respuestas, y que
sufría. Se sentía responsable. Y esta responsabilidad era un peso que crecía
cada día que pasaba. Sabía que le rompería el corazón si acababa con esa
historia, y, en el fondo, él tampoco quería deja de verla, pues ella
sinceramente le gustaba, y, en última instancia, no se atrevía a tomar ninguna
decisión hasta que no tuviera claros sus sentimientos.
Lo
que Yoshiro ignoraba es que su constante preocupación era, precisamente la
causa de que se alejara de la solución de sus problemas. Y Xiao, que lo sabía,
temía no poder mostrárselo. Y comenzó a sospechar que nunca le conseguiría de
verdad. Decidió pues, tratar, en el tiempo que les quedara juntos, con todas
sus fuerzas, de ayudarle a quitar las malas hierbas de su corazón, a fin de que
recobrara la vida.
De
esta manera, el viaje continuó durante días y días. Dadas las circunstancias,
estaba resultando bastante tranquilo, salvo por un par de sustos y huidas
precipitadas cuando se encontraban con patrullas del ejército chino.
Por
fin, un día, pasadas varias semanas, Xiao, cansada de la completa incertidumbre
en la que se veía atrapada, decidió que se ocultaran en un pequeño granero.
Allí, entre el heno, cogió amorosamente la cabeza del joven y le susurró:
-
Mi querido Señor. Está claro que no puedes, o no quieres entregarme tu corazón.
Por tanto, te libero de tus obligaciones conmigo. Por supuesto, te acompañaré
hasta la costa, pero lo haré como la amiga tuya que una vez fui, y como nada
más.
Las
palabras de Xiao se clavaron en el corazón de Yoshiro. Era en esos momentos
cuando más quería a Xiao, pues renunciaba a su propia felicidad, a cambio de la
de él. Se sentía un monstruo si no le concedía otra oportunidad, así que la
besó y le pidió paciencia.
Y
otro día más pasó.
-VII-
(el banquete)
Transcurrieron
un par de semanas más. Ya se encontraban relativamente cerca de la costa.
Avanzarían hacia el Noreste hasta llegar a Pinn, un pueblo que tenía un puerto
lo suficientemente grande como para que pudieran encontrar un barco que les
acercara a la costa nipona, y lo suficientemente pequeño como para que no
esperaran encontrar soldados por allí.
Cada
día que pasaba los jóvenes caminaban más silenciosos. Xiao, la china, hija de
un célebre y ya muerto autor de teatro, mujer culta y respetada hasta el
momento en que en la anterior guerra chino-nipona la secuestraron unos piratas
japoneses para venderla al daimío padre de Yoshiro, había transcurrido su vida
entre pergaminos y libros de sabiduría. De ahí su carácter soñador y la fuerza
de sus convicciones, que habían permanecido firmes hasta el día en el que
conoció a su amado príncipe. Y Yoshiro, el complicado e inestable príncipe
heredero de una provincia del país del sol naciente, confuso y atormentado quien
estaba aprendiendo a querer vivir tras mucho desear su propia muerte.
En
las últimas fechas, ella observó, preocupada, que estaba perdiendo los rasgos
más estables de su personalidad en favor de su joven amor. Su desesperación iba
en aumento. Cada intento que hacía de volver a poner las cosas en su sitio era
infructuoso, debido, posiblemente a que ninguno en el fondo quería dejar de
estar con el otro.
Por
otra parte, tampoco podían permanecer juntos, pues Yoshiro no conseguía vencer
a sus sombras, y comenzó a rogarla que se mantuvieran únicamente como amigos en
el momento en el que ella había dejado de luchar por que él se enamorara. A
Xiao ya no le importaba. Sólo quería estar con él. Pero cada día, en su amor,
se le hacía más insoportable la idea de tener que convivir con el joven señor
en una situación de amistad. Sus sentimientos eran demasiado fuertes, y sufría
un daño muy profundo. Mas la otra cara de sus emociones le impedía abandonarle
a su suerte, no acompañarle hasta su destino, y no ayudarle en todo lo que le
fuera posible con su corazón. Yoshiro, el daimío, el joven que perdió su
inocencia de un flechazo en el corazón, tampoco era, en absoluto, feliz. Cada
día que pasaba, se veía menos enamorado y más responsable de sus actos. Si Xiao
se veía abocada a prescindir de sus valores para estar con su amor, él se
enfrentaba a ignorar a los suyos si continuaba con ella.
En
cierta manera era imposible que permanecieran juntos, mientras su destino les
hacía depender el uno del otro. Xiao soñaba con cariño verdadero, con una
demostración pequeña para poder entregar mucho. Yoshiro soñaba con poder darla.
Una
mañana pasaron junto a una casa rural. Había mucha gente, y estaba decorada con
flores y telas de vivo color. Yoshiro y Xiao estaban hambrientos, y como
estaban a muchas leguas de donde hubo guerra, y había transcurrido ya más que
suficiente tiempo como para que se calmaran los ánimos, decidieron acercarse.
En China existían fuertes tradiciones de hospitalidad para con los viajeros,
así que lo hicieron sin temor.
No
cabía duda: estaban celebrando algo. Preguntaron a algunos de los campesinos
cuál era el motivo de la fiesta, y les anunciaron que se trataba de una boda.
Como, así mismo la tradición exigía que saludaran a los cónyuges, los viajeros
se dirigieron a felicitar a la pareja. No sospechaban qué iban a encontrar.
Junto
a un apuesto mercader se encontraba alguien a quien ambos reconocieron de
inmediato. Vestida de rojo, como la tradición exigía, con su larga melena
envuelta en una corona de flores amarillas y naranjas, con la misma belleza
indómita, reía, despreocupada Tsiong, la esclava. Yoshiro se quedó pálido.
Horribles recuerdos se agolparon en un instante en su mente, y el joven
entendió por qué creían en el mundo antiguo, que el corazón era el centro
del hombre, pues sintió un dolor profundo, angustioso en el pecho, como si un
negro puño lo estrujara hasta hacerlo sangrar. Xiao, boquiabierta, consiguió
sujetar a su amor, que estaba a punto de caer, y sintió una sensación similar a
la de Yoshiro cuando vio en sus ojos el brillo (y la confusión) que jamás
habían tenido al mirarla a ella. Y no sólo llorando con su corazón,
aguantando apenas las lágrimas; con cada fibra de su ser gritando de
rabia y de dolor, Xiao consiguió dar la vuelta a su amado para huir antes de
que la otra les reconociera y descubriera su identidad.
Cuando
se alejaron lo suficiente, la antigua sirvienta explicó al destrozado
muchacho, que Tsiong seguía viva porque ella misma intercedió por ella a su
hermana Naoko para salvarle la vida, y ésta la encerró, en vez de matarla, en
los calabozos del palacio, donde, sin duda, fue rescatada por los piratas que
lo atacaron.
Desde
entonces no hablaron más. Yoshiro fue incapaz de enfrentarse a su más oscuro
enemigo y en la derrota se hundió completamente. Durante dos noches no
consiguió conciliar el sueño, y al tercer día, su agotamiento fue tal que, por
fin se rindió al descanso y ella permitió que durmiera hasta que le placiera.
La joven tampoco quedó muy bien parada. En los ojos de su hombre descubrió que
jamás se enamoraría de ella, y aceptarlo fue el más amargo trago que jamás hubo
de beber.
Xiao,
quien en su juventud había creído sufrirlo todo, descubrió en ello su mayor
tormento. La sola idea de que Yoshiro entregara su amor a otra persona le
enloquecía; el hecho de que todo su esfuerzo, ilusiones, su lucha y sus sueños
no hubieran servido para nada excepto para que los disfrutara otra, le hería en
lo más profundo.
Tan
grande era su herida que, en verdad, Xiao, esa noche murió.
-VIII-
(el mar)
A
la mañana siguiente, como estaba previsto, la pareja llegó a la costa. El mar
brillaba de una azul furioso en una radiante mañana de primavera. Las gaviotas
y otras aves del puerto chillaban ruidosamente mientras se peleaban por
encontrar la comida que les serviría de desayuno. Sin embargo, ni Yoshiro ni
Xiao emitían ninguna luz. Silenciosos, cabizbajos y agotados, llegaron a Pinn,
el pueblo portuario donde esperaban poder alquilar un pasaje en un barco.
Tras
recorrer los bajos fondos portuarios, Xiao, tras una dura negociación que le
costó a Yoshiro todas las joyas que poseía, consiguió que un pescador reuniera
el valor suficiente como para acercarle a su país. El viaje era corto,
dependiendo del tiempo duraría tres o cuatro jornadas, pero la ruta estaba
plagada de wakos, los piratas japoneses, y resultaba peligrosa, sobre
todo, en el inicio del viaje, cerca de la costa china.
Partirían
por la noche, que, aunque de luna media, les ocultaría bastante.
Así,
cuando se lavaron y comieron, Xiao supo que había llegado el momento clave.
Todo aquello que más temió se acercaba. Los fragmentos de sus sueños rotos
fueron esparcidos por el viento.
Con
una lágrima recorriendo su mejilla, se acercó lenta, muy lentamente, a Yoshiro.
Por última vez, sus alientos se confundieron. Por última vez, los labios se
encontraron.
Ninguna
palabra se necesitó. Simplemente ella y él, ambos con el corazón roto, dejaron
a sus manos que se fueran deslizando mientras se separaban, hasta que las yemas
de dos dedos se despidieron con la última caricia.
Yoshiro,
hundido, observó cómo ella se alejaba lentamente hasta que dobló una esquina.
Hubiera querido decirle que le hubiese gustado que le acompañara, pero, por
alguna razón que él mismo desconocía, simplemente calló.
Cuando subió
al barco, a Yoshiro no le quedaba ninguna razón para vivir. Simplemente
estaba deshecho.
En
su pequeño camarote comenzó a deshacer su hatillo. En él vio unos pergaminos
escritos. No se atrevió a leerlos. Subió a cubierta. La luna rielaba en el mar
y la fresca brisa le despertó. Entonces se dio cuenta de que debía leer esas
hojas.
Con
prisa, bajó a su cámara.
-Epílogo-
Yoshiro
se enteró de que se le había dado por muerto. Parece que su hermana se desposó
con un joven príncipe de los Sannomiya y que, juntos, gobernaban una gran
provincia. El joven no se tomó el esfuerzo de desmentir su muerte.
A
pesar de que imaginaba una gran sorpresa, Yoshiro sólo vio en Yamagata su
característica e incomprensible media sonrisa. De nuevo parecía que el viejo le
esperaba El corazón del joven casi se había curado por completo. Ahora veía la
vida con una nueva perspectiva, y deseaba vivirla.
La
cueva-casa de Yamagata seguía exactamente igual que como la recordaba. Tras
saborear lentamente un té, el viejo le propuso jugar una partida de ajedrez.
Como siempre, encantado, Yoshiro aceptó.
Fue
entonces, mientras su maestro colocaba las piezas, cuando vio que en la mesa,
exactamente donde la había dejado, había una rosa cortada. Yoshiro se sorprendió
al ver que la rosa estaba completamente llena de vida.
Para
sus adentros, el joven sonrió.
-FIN-
E' bellissima, mi ha fatto piangere. Dovresti farne un libro.
ResponderEliminarE' bellissima, mi ha fatto piangere.Dovresti farne un libro.
ResponderEliminar