Por Igor Yglesias-Palomar
(Artículo publicado en la revista Coencuentros)
La creatividad hoy en día es objeto de un continuado estudio por parte de diversos campos del conocimiento. La psicología, la sociología, la educación, la ingeniería, ciencias de la información… son sólo algunos ejemplos del crisol de aproximaciones y visiones sobre un tema capital -y difícil de abordar-, sobre el que se han vertido ríos de tinta alabando sus virtudes, en el que existen importantes intereses económicos, y que, a menudo se ignora, suele acarrear una serie de profundas repercusiones en la vida de las personas que a ella se dedican. Tras el halo de fascinación y bonanzas que la palabra sugiere, y que es el motor de que deseemos aprender a controlarla e incluso sistematizar su enseñanza, existe una realidad relativamente desconocida de la que no se suele oír hablar. Pero primero intentemos comprender de qué hablamos.
No hay más que realizar una simple búsqueda por internet de la definición de creatividad para darse cuenta de que – más allá de la que da la R.A.E,. que la determina como la capacidad o facilidad para inventar o crear-, es un concepto nada sencillo de destilar de un modo simplificado, sobre el que no existe un consenso demasiado claro. Cara a lo que sabemos, las cosas no parecen estar mucho mejor. Por ejemplo, el funcionamiento interno del acto creativo se desconoce en su fisiología, aunque de él se aseveran dos cosas: primera, que está compuesto por una combinación de distintos procesos mentales, y, segunda, que no tiene que ver con la inteligencia, al menos con aquella que puede medirse en un test. Sin embargo, si entendemos que al menos una de las características de la inteligencia -otro concepto extraordinariamente complejo de definir-, es la capacidad de adaptarse al entorno y buscar soluciones a los problemas que este pueda ofrecer, veremos que es sumamente difícil desvincular la una de la otra.