Hace ya algo más de tres años (es terrible cómo pasa el tiempo), el coautor de este blog, Tony Owen, siguiendo su línea de selección de temas interesantes, y su entretenida manera de narrarlas, publicó el artículo Aleksandr Scriabin. El compositor del rito del fin del mundo , uno de los posts mejor recibidos que ha tenido este blog. Scriabin parece mantenerse en el candelabro -como diría alguna-, y en nuestra página de Facebook hemos publicado algunos artículos y notas relacionados. Es por esto mismo que abandono momentáneamente la producción de algunos posts en los que vengo trabajando, para relataros -más brevemente, eso sí-, mi experiencia de primera mano relacionada con el susodicho compositor ruso. Las tardes del 18 y 19 de Diciembre, en plena vorágine musical navideña, se estrenaba en el Auditorio Nacional, sito en Madrid, el concierto para piano y orquesta, del señor Scriabin, lo cual ya pareciéndome motivo suficiente para acudir al evento, se completó aún más al enterarme de que el resto del programa estaba formado por el Pelléas et Mélisande y el Réquiem, ambos del compositor galo Gabriel Fauré, piezas muy queridas para mí desde los albores de mi pasión por la música clásica. La dirección estaba a cargo de Jesús López-Cobos, y la interpretación por la Orquesta y Coro Nacional Española, con Luis Fernando Pérez al piano en Scriabin. Dicho de otra manera, todas las papeletas para ser una velada inolvidable.
Jesús López-Cobos |
Los cuatro movimientos del Pelléas et Mélisande fueron correctos, pero no brillantes. Es una música tan hermosa y tan poseedora del sello de Fauré, que entra con facilidad, y muy mala ha de ser su interpretación -que no fue, ni mucho menos, el caso- para que te llame la atención. Sí es cierto que tampoco fue especialmente emotiva, y yo me encontré pensando al oír el último movimiento en cuánto se había inspirado en él, el compositor Jean-Claude Petit al realizar la banda sonora de la película de Cyrano de Bergerac ,y cuando uno se halla en ésas, suele significar que no estás todo lo dentro de la música que debieras. No obstante, los platos fuertes venían a continuación, así que me centré en ellos.
Luis Fernando Pérez |
Al muy poco de comenzar el famoso concierto, era fácilmente observable que el solista se encontraba incómodo. La pieza es enrevesada y el diálogo con la orquesta complicado, así que pensé que no estaba encontrando la química adecuada con la ONE, o con el director. Pese a ello, y contando con que nuestras localidades se encontraban detrás de la orquesta -y por tanto con los metales próximos y el piano en el extremo contrario, y con su tapa hacia nosotros-, lo que hacía que, en ocasiones, fuera difícil de oír; pese a ello, decía, hubo momentos extraordinarios y conmovedores. No obstante, que algo estaba sucediendo, se hizo finalmente patente cuando vi, con asombro, lo que nunca había visto en un concierto antes, y era el pianista hablando -desde luego no con voz baja, aunque no pude entender lo que decía- con los músicos y el director, mientras continuaba su interpretación. En mi opinión, López-Cobos no estaba ayudando. Parecía no dominar la pieza que dirigía, y la orquesta miraba en ocasiones más al solista, que a él -como buscando los momentos en los que debía entrar y salir-, amén de dar la sensación de que siempre retrasaba el tempo que el concertista trataba de subir.
La acogida del público fue templada. Pese a que se aplaudió mucho más que en la pieza anterior, y el pianista hubo de salir dos veces más al escenario, se notaba que tampoco existía un arrobamiento generalizado. Fue un momento de un sabor un poco agridulce. Llegaba, por tanto, la pausa entre las dos partes del concierto, y aprovechamos para bajar al camerino a saludar a Luis Fernando Pérez. Ni que decir tiene que para mí estar entre bambalinas e el auditorio nacional, es, de por sí, sumamente excitante, y, cual Paco Martínez Soria recién llegado a la capital, siento fuertes tentaciones de felicitar personalmente a cada músico que por allí deambula, que siendo orquesta sinfónica y coro, son legión. No obstante, para lo que, desde luego, no estaba preparado es para la escena que allí nos encontramos el pequeño grupo al que acompañaba y yo.
El gesto del maestro estaba desencajado. Se encontraba hablando -en voz bastante alta-, con las que luego supe que eran las más altas autoridades del Auditorio Nacional. Al parecer la inefable gestión del afinador de la entidad, específico de la marca Steinway, había hecho que ciertas notas del piano se atascaran y no subieran al soltarlas; y que una de ellas directamente no sonara. Este acto de negligencia se había producido entre el ensayo previo al concierto y el mismo, de tal modo que el pianista se encontró con él, hallándose sobre el escenario en plena interpretación de la pieza. El descomunal enfado y angustia del solista estaban más que justificados: muchos años de esfuerzo inimaginable se pueden ver truncados por una situación como ésa. Ellos dependen del instrumento que se les proporciona, y que eso pueda ocurrir en una sala de esa categoría es tan impensable como trágico, pues el público, quien lamentablemente no se enteró del percance técnico -razón por la cual, muchos de los fraseos se cortaban en varias notas-, siempre tiende a achacar una más pobre interpretación a un menor virtuosismo del solista que a un desconcertante sabotaje técnico. Amén de todas estas razones, y del peligro en que pone a la carrera de un profesional dotado de un extraordinario talento, se encuentran otras más personales, que son la frustración de que se pifie un concierto en la sala más importante de tu país, de tu ciudad natal, y cuando por fin te llega el tan postergado reconocimiento y puedes inaugurarte con la orquesta nacional.
Las dos personas que representaban a la sala, encajaron el chaparrón lo mejor que pudieron, no necesitaron de la demostración que el pianista les podía hacer del destrozo que sufría su instrumento, y es más, agradecieron -como otros admiramos-, la profesionalidad de este hombre que, lejos de montar un escándalo como otros maestros harían en otras salas y otros países, arrimó el hombro y sacó para adelante un concierto bajo unas condiciones imposibles. Por desgracia fuimos pocos los que llegamos a conocer esas circunstancias, y mucha gente volvió a su casa aquella noche, sin sentir lo que deberían haber sentido.
Obviamente la asistencia al resto del concierto para nosotros se vio finalizada en ese momento -no sin cierto pesar para mí, pues anhelaba escuchar el Réquiem en directo, aunque hube de conformarme con las notas que resonaban por los pasillos del auditorio-, pues todos los que allí se encontraban eran amigos de Luis Fernando, y su estado de ánimo requería cuanta ayuda se le pudiera ofrecer. Allí, entre otras personas maravillosas, conocí a un grupo de cordobeses, amigos y también músicos, gente extraordinariamente amigable y divertida, con los que compartimos daiquiris hasta altas horas de la madrugada. Me sentí honrado de poder formar parte de ese cónclave, y las constantes risas y buen rollo, ayudaron al maestro a olvidarse un poco del tema, y enseguida comenzó a hacer gala de su habitual sentido del humor. Casi todos repetirían al día siguiente, y el concertista necesitaba resarcirse de la desafortunada tarde, así que yo también me apunté y, gracias a los cordobeses, puede conseguir una entrada que dudaba de haber podido adquirir de otra manera.
Que suceda esto en un país como España es vergonzoso, y es una de esas cosas -de las que a menudo hablamos en este blog-, que mellan la fe y la confianza en la seriedad y profesionalidad artística de este país. Prepararse un concierto como el de Scriabin supone miles de horas de estudio y trabajo, acumuladas entre los miembros de la orquesta, el director y el concertista, y que puedan volatilizarse por la mala gestión de alguien en quien pones en sus manos, todo ese esfuerzo y el futuro devenir de algunos de esos artistas, es una idea aterradora. Llegar a ese lugar y a esa orquesta por méritos propios y ver que se pueda esfumar por unos muelles incorrectamente colocados en ciertas notas, es algo que, por mucho que intentemos empatizar y ponernos en la piel del maestro, ninguno llegamos a comprender en profundidad y a valorar sus posibles consecuencias. Una crítica dura puede dañar seriamente la carrera de un artista, y éste es un mundo con tiburones muy grandes como para permitirse sangrar en esa piscina. No obstante, esta vez la historia no tiene por qué dejarnos con mal sabor de boca. Esta vez había otra oportunidad.
Ayer, sábado 19 de Diciembre, el Auditorio Nacional de Madrid estaba a reventar. Allí nos dimos cita, en la entrada de artistas, los mismos que habíamos estado la tarde anterior, más muchos más que pudieron o que les vino mejor acercarse en mitad del fin de semana que al inicio. No pudimos hablar con el maestro antes del inicio del concierto, pero la representante nos informó que el causante de la catástrofe había sido despedido. Aplaudo públicamente la decisión del Auditorio Nacional cara a este hecho. Nadie le desea a nadie la pérdida de un trabajo, menos en los tiempos que corren y uno tan deseado y cotizado como ése, pero no está mal, de vez en cuando, ver que en este país, aún existe algo parecido a la responsabilidad; y no hay nada peor que observar que una falta de profesionalidad de ese tipo pueda quedar impune. En este caso el susodicho se ha más que ganado la situación en la que se encuentra a día de hoy. Más tranquilos todos de saber que se habían tomado medidas cara al concierto de ese día, fuimos ocupando nuestras butacas, que esta vez estaban frente al piano y con una visión general y una sonoridad dignas de tal acontecimiento.
Ya en los primeros compases del Pélleas, se notaba que la orquesta sonaba de una manera distinta. Había más química entre ellos y López-Cobos, que actuaba como director invitado, y también había la seguridad de una segunda función. Disfruté mucho de la obra, mientras, con nervios, veía que se aproximaba el concierto de Scriabin. Esa mañana sí que lo quise oír de nuevo, en su versión por Ashkenazy, y, desde luego oí cosas que no recordaba haber escuchado la velada anterior, así que me encontraba bastante intranquilo.
Lo que sucedió anoche, sin embargo, es difícil de explicar con palabras. Luis Fernando Pérez salió a comerse el mundo, y el mundo estuvo ahí para ser devorado. Deseaba desquitarse, y, desde luego, su venganza fue terrible. El concierto, como todas las piezas para piano de Scriabin, es exigente hasta lo virtuoso, y resultaba extraordinario ver cómo el solista pasaba por pasajes de una dificultad observable hasta para un profano como yo, con una facilidad rayana en lo insultante. El madrileño hizo fácil lo imposible. ¡Qué fraseo, qué ataques! Se levantaba en los envites en los pasajes más violentos, mientras sus dedos, literalmente, acariciaban las teclas en los momentos más melódicos y hermosos. Es impresionante la cantidad de matices, de colores, de sonidos que extrajo del noble instrumento. ¡Y la orquesta! Suprema. Según me comentó más tarde el maestro, la ONE estaba indignada con lo que le había sucedido la noche anterior, así que sucedió una de esas cosas que hace que se me empañen los ojos: los músicos cerraron filas, dispuestos a darlo todo por su compañero. Y madre mía lo que dieron. Esos momentos en los que tantas personas están entregando todo lo que tienen por crear unos momentos de suprema belleza, en una combinación de talento y trabajo puestos a funcionar con el fin de hacer algo hermoso e inolvidable, me emocionan profundamente.
Fueron muchos los momentos en los que los cordobeses y yo nos mirábamos boquiabiertos. Era la noche y el día comparado con el día anterior. El tempo, los fortes, todo, era descomunal. El concertino, como el solista, se medio levantaba de la silla en ocasiones, atrapado por la energía de la música. Activamente miré cómo los músicos seguían las órdenes y los microgestos del pianista, más que los mandatos de su propio director, quien en mi opinión, siguió sin estar a la altura de lo que estaba sucediendo a su alrededor -aunque estaba mejor que la noche anterior, desde luego-.
Una muestra del tercer movimiento. Aunque la imagen es nefasta, el audio es suficiente para hacerse una idea:
Tengo la tentación, como a menudo me pasa en este blog, de entrar en la búsqueda y explicación del detalle técnico de la pieza, biografía del autor, etc. Espero, queridos lectores, que esta vez me perdonéis, y me permitáis hacer una descripción meramente emocional de lo que viví ayer. Cuando finalmente el tercer movimiento terminó, de un modo tan épico como hermoso, comenzó el estallido de aplausos, mientras todos nosotros irrumpimos en sonoros ¡bravos!. Inmediatamente nos pusimos de pie, observando, no sin cierto orgullo, cómo poco a poco más gente se sumaba a la ovación y se incorporaban de sus butacas. Cinco veces hubo de volver Luis Fernando Pérez al escenario, a saludar, hasta que nos regaló con un breve e intensísimo Bailecito de Carlos Gustavino como bis.
Marchamos corriendo al camerino a ver al artista, esta vez en una situación y actitud radicalmente distintas a la del día anterior, y allí vi toda suerte de amigos, familiares y personalidades de la música acercándose a felicitarle. Repentinamente apareció el maestro de maestros Joaquín Soriano quien le dijo delante de todo el mundo que hacía años que no oía tocar el piano así. Poco más, viniendo de quien venía. Tras un abrazo al maestro y un par de fotos juntos, marché corriendo, esta vez sí, a deleitarme con el Réquiem de Fauré.
Podría escribir otro artículo única y exclusivamente para alabar la belleza de la interpretración de la orquesta y coro nacionales del hermoso Réquiem. Sus solistas, Marita Solberg (soprano); y Hanno Müller-Brachmann (bajo-barítono), brillaron, al iguar que el coro entero -en especial la cuerda de tenores- y una orquesta que ya andaba, como yo, por los cielos. Impecable interpretación, e impecable López-Cobos en su dirección.
El libera me Domine del Réquiem:
Por esta vez, nuestra historia tiene final feliz, y el comportamiento del centro y de las personas que de una u u otra manera allí trabajan, ha estado a la altura que las circunstancias requerían. ¡Qué grandes músicos tenemos en este país y qué pobremente los tratamos! Me duele ver que figuras de la calidad artística y personal como de las que venimos hablando, sean anónimas y desconocidas en su propio país, mientras reciben laudes y aclamaciones en el extranjero. Me duele también ver cómo yo mismo he criticado y tratado injustamente a la orquesta y coro nacionales, casi por eso mismo, por ser españoles, y gradezco la soberana bofetada que me dieron ayer, al comportarse como titanes. Nunca más volveré a dudar gratuitamente de su calidad.
Bravo por la música, y gracias a todos los que nos eleváis a donde lo hacéis.
Un saludo.
Estreno del Concierto para Piano de Scriabin |
La acogida del público fue templada. Pese a que se aplaudió mucho más que en la pieza anterior, y el pianista hubo de salir dos veces más al escenario, se notaba que tampoco existía un arrobamiento generalizado. Fue un momento de un sabor un poco agridulce. Llegaba, por tanto, la pausa entre las dos partes del concierto, y aprovechamos para bajar al camerino a saludar a Luis Fernando Pérez. Ni que decir tiene que para mí estar entre bambalinas e el auditorio nacional, es, de por sí, sumamente excitante, y, cual Paco Martínez Soria recién llegado a la capital, siento fuertes tentaciones de felicitar personalmente a cada músico que por allí deambula, que siendo orquesta sinfónica y coro, son legión. No obstante, para lo que, desde luego, no estaba preparado es para la escena que allí nos encontramos el pequeño grupo al que acompañaba y yo.
El gesto del maestro estaba desencajado. Se encontraba hablando -en voz bastante alta-, con las que luego supe que eran las más altas autoridades del Auditorio Nacional. Al parecer la inefable gestión del afinador de la entidad, específico de la marca Steinway, había hecho que ciertas notas del piano se atascaran y no subieran al soltarlas; y que una de ellas directamente no sonara. Este acto de negligencia se había producido entre el ensayo previo al concierto y el mismo, de tal modo que el pianista se encontró con él, hallándose sobre el escenario en plena interpretación de la pieza. El descomunal enfado y angustia del solista estaban más que justificados: muchos años de esfuerzo inimaginable se pueden ver truncados por una situación como ésa. Ellos dependen del instrumento que se les proporciona, y que eso pueda ocurrir en una sala de esa categoría es tan impensable como trágico, pues el público, quien lamentablemente no se enteró del percance técnico -razón por la cual, muchos de los fraseos se cortaban en varias notas-, siempre tiende a achacar una más pobre interpretación a un menor virtuosismo del solista que a un desconcertante sabotaje técnico. Amén de todas estas razones, y del peligro en que pone a la carrera de un profesional dotado de un extraordinario talento, se encuentran otras más personales, que son la frustración de que se pifie un concierto en la sala más importante de tu país, de tu ciudad natal, y cuando por fin te llega el tan postergado reconocimiento y puedes inaugurarte con la orquesta nacional.
Las dos personas que representaban a la sala, encajaron el chaparrón lo mejor que pudieron, no necesitaron de la demostración que el pianista les podía hacer del destrozo que sufría su instrumento, y es más, agradecieron -como otros admiramos-, la profesionalidad de este hombre que, lejos de montar un escándalo como otros maestros harían en otras salas y otros países, arrimó el hombro y sacó para adelante un concierto bajo unas condiciones imposibles. Por desgracia fuimos pocos los que llegamos a conocer esas circunstancias, y mucha gente volvió a su casa aquella noche, sin sentir lo que deberían haber sentido.
Obviamente la asistencia al resto del concierto para nosotros se vio finalizada en ese momento -no sin cierto pesar para mí, pues anhelaba escuchar el Réquiem en directo, aunque hube de conformarme con las notas que resonaban por los pasillos del auditorio-, pues todos los que allí se encontraban eran amigos de Luis Fernando, y su estado de ánimo requería cuanta ayuda se le pudiera ofrecer. Allí, entre otras personas maravillosas, conocí a un grupo de cordobeses, amigos y también músicos, gente extraordinariamente amigable y divertida, con los que compartimos daiquiris hasta altas horas de la madrugada. Me sentí honrado de poder formar parte de ese cónclave, y las constantes risas y buen rollo, ayudaron al maestro a olvidarse un poco del tema, y enseguida comenzó a hacer gala de su habitual sentido del humor. Casi todos repetirían al día siguiente, y el concertista necesitaba resarcirse de la desafortunada tarde, así que yo también me apunté y, gracias a los cordobeses, puede conseguir una entrada que dudaba de haber podido adquirir de otra manera.
Que suceda esto en un país como España es vergonzoso, y es una de esas cosas -de las que a menudo hablamos en este blog-, que mellan la fe y la confianza en la seriedad y profesionalidad artística de este país. Prepararse un concierto como el de Scriabin supone miles de horas de estudio y trabajo, acumuladas entre los miembros de la orquesta, el director y el concertista, y que puedan volatilizarse por la mala gestión de alguien en quien pones en sus manos, todo ese esfuerzo y el futuro devenir de algunos de esos artistas, es una idea aterradora. Llegar a ese lugar y a esa orquesta por méritos propios y ver que se pueda esfumar por unos muelles incorrectamente colocados en ciertas notas, es algo que, por mucho que intentemos empatizar y ponernos en la piel del maestro, ninguno llegamos a comprender en profundidad y a valorar sus posibles consecuencias. Una crítica dura puede dañar seriamente la carrera de un artista, y éste es un mundo con tiburones muy grandes como para permitirse sangrar en esa piscina. No obstante, esta vez la historia no tiene por qué dejarnos con mal sabor de boca. Esta vez había otra oportunidad.
Ayer, sábado 19 de Diciembre, el Auditorio Nacional de Madrid estaba a reventar. Allí nos dimos cita, en la entrada de artistas, los mismos que habíamos estado la tarde anterior, más muchos más que pudieron o que les vino mejor acercarse en mitad del fin de semana que al inicio. No pudimos hablar con el maestro antes del inicio del concierto, pero la representante nos informó que el causante de la catástrofe había sido despedido. Aplaudo públicamente la decisión del Auditorio Nacional cara a este hecho. Nadie le desea a nadie la pérdida de un trabajo, menos en los tiempos que corren y uno tan deseado y cotizado como ése, pero no está mal, de vez en cuando, ver que en este país, aún existe algo parecido a la responsabilidad; y no hay nada peor que observar que una falta de profesionalidad de ese tipo pueda quedar impune. En este caso el susodicho se ha más que ganado la situación en la que se encuentra a día de hoy. Más tranquilos todos de saber que se habían tomado medidas cara al concierto de ese día, fuimos ocupando nuestras butacas, que esta vez estaban frente al piano y con una visión general y una sonoridad dignas de tal acontecimiento.
Ya en los primeros compases del Pélleas, se notaba que la orquesta sonaba de una manera distinta. Había más química entre ellos y López-Cobos, que actuaba como director invitado, y también había la seguridad de una segunda función. Disfruté mucho de la obra, mientras, con nervios, veía que se aproximaba el concierto de Scriabin. Esa mañana sí que lo quise oír de nuevo, en su versión por Ashkenazy, y, desde luego oí cosas que no recordaba haber escuchado la velada anterior, así que me encontraba bastante intranquilo.
Lo que sucedió anoche, sin embargo, es difícil de explicar con palabras. Luis Fernando Pérez salió a comerse el mundo, y el mundo estuvo ahí para ser devorado. Deseaba desquitarse, y, desde luego, su venganza fue terrible. El concierto, como todas las piezas para piano de Scriabin, es exigente hasta lo virtuoso, y resultaba extraordinario ver cómo el solista pasaba por pasajes de una dificultad observable hasta para un profano como yo, con una facilidad rayana en lo insultante. El madrileño hizo fácil lo imposible. ¡Qué fraseo, qué ataques! Se levantaba en los envites en los pasajes más violentos, mientras sus dedos, literalmente, acariciaban las teclas en los momentos más melódicos y hermosos. Es impresionante la cantidad de matices, de colores, de sonidos que extrajo del noble instrumento. ¡Y la orquesta! Suprema. Según me comentó más tarde el maestro, la ONE estaba indignada con lo que le había sucedido la noche anterior, así que sucedió una de esas cosas que hace que se me empañen los ojos: los músicos cerraron filas, dispuestos a darlo todo por su compañero. Y madre mía lo que dieron. Esos momentos en los que tantas personas están entregando todo lo que tienen por crear unos momentos de suprema belleza, en una combinación de talento y trabajo puestos a funcionar con el fin de hacer algo hermoso e inolvidable, me emocionan profundamente.
Fueron muchos los momentos en los que los cordobeses y yo nos mirábamos boquiabiertos. Era la noche y el día comparado con el día anterior. El tempo, los fortes, todo, era descomunal. El concertino, como el solista, se medio levantaba de la silla en ocasiones, atrapado por la energía de la música. Activamente miré cómo los músicos seguían las órdenes y los microgestos del pianista, más que los mandatos de su propio director, quien en mi opinión, siguió sin estar a la altura de lo que estaba sucediendo a su alrededor -aunque estaba mejor que la noche anterior, desde luego-.
Una muestra del tercer movimiento. Aunque la imagen es nefasta, el audio es suficiente para hacerse una idea:
Tengo la tentación, como a menudo me pasa en este blog, de entrar en la búsqueda y explicación del detalle técnico de la pieza, biografía del autor, etc. Espero, queridos lectores, que esta vez me perdonéis, y me permitáis hacer una descripción meramente emocional de lo que viví ayer. Cuando finalmente el tercer movimiento terminó, de un modo tan épico como hermoso, comenzó el estallido de aplausos, mientras todos nosotros irrumpimos en sonoros ¡bravos!. Inmediatamente nos pusimos de pie, observando, no sin cierto orgullo, cómo poco a poco más gente se sumaba a la ovación y se incorporaban de sus butacas. Cinco veces hubo de volver Luis Fernando Pérez al escenario, a saludar, hasta que nos regaló con un breve e intensísimo Bailecito de Carlos Gustavino como bis.
Marchamos corriendo al camerino a ver al artista, esta vez en una situación y actitud radicalmente distintas a la del día anterior, y allí vi toda suerte de amigos, familiares y personalidades de la música acercándose a felicitarle. Repentinamente apareció el maestro de maestros Joaquín Soriano quien le dijo delante de todo el mundo que hacía años que no oía tocar el piano así. Poco más, viniendo de quien venía. Tras un abrazo al maestro y un par de fotos juntos, marché corriendo, esta vez sí, a deleitarme con el Réquiem de Fauré.
Luis Fernando Pérez y un servidor |
Podría escribir otro artículo única y exclusivamente para alabar la belleza de la interpretración de la orquesta y coro nacionales del hermoso Réquiem. Sus solistas, Marita Solberg (soprano); y Hanno Müller-Brachmann (bajo-barítono), brillaron, al iguar que el coro entero -en especial la cuerda de tenores- y una orquesta que ya andaba, como yo, por los cielos. Impecable interpretación, e impecable López-Cobos en su dirección.
El libera me Domine del Réquiem:
Por esta vez, nuestra historia tiene final feliz, y el comportamiento del centro y de las personas que de una u u otra manera allí trabajan, ha estado a la altura que las circunstancias requerían. ¡Qué grandes músicos tenemos en este país y qué pobremente los tratamos! Me duele ver que figuras de la calidad artística y personal como de las que venimos hablando, sean anónimas y desconocidas en su propio país, mientras reciben laudes y aclamaciones en el extranjero. Me duele también ver cómo yo mismo he criticado y tratado injustamente a la orquesta y coro nacionales, casi por eso mismo, por ser españoles, y gradezco la soberana bofetada que me dieron ayer, al comportarse como titanes. Nunca más volveré a dudar gratuitamente de su calidad.
Bravo por la música, y gracias a todos los que nos eleváis a donde lo hacéis.
Un saludo.
Mucha envidia, porque un concierto con prólogo y epílogo vale doble, aunque pueda ser tan frustrante como el del primer intento. Enhorabuena al maestro y al autor por un narración tan vívida.
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